domingo, 23 de diciembre de 2007

Quién.


Como un pájaro con vértigo, le dijo mientras escribía la nota. Tal vez en unos días, fue la última línea, antes del besos, te quiero. Un pájaro con vértigo, pensó, después de escucharla, un pájaro con vértigo no sería un pájaro. Debe ser así cómo se siente, con miedo a ser, reflexionó mientras ella daba la última vuelta a la bufanda, lista ya para irse. Le dio las llaves a él para que cerrara la puerta, asegurate de cerrar la de arriba que siempre me olvido, le gritó desde el auto, no vaya a ser que también se le lleven la tele, murmuró con una risita nerviosa. Los pájaros se paran en los cables de luz y no tienen miedo, siguió pensando él, y no tienen miedo porque son pájaros y no tienen vértigo. Ella debe tener miedo hasta de lavar los platos, o de quemarse mientras le plancha la camisa. Le preguntó por qué un pájaro, y ella abrió la ventanilla antes de responder, porque los veo a veces colgarse en las hojitas del árbol del patio y quisiera que alguno se caiga, pero no, no caen, y me da rabia. Imaginate lo que sería de nosotros si pudiésemos ver las miguitas de pan desde la altura, continuó, sólo veríamos los defectos de las cosas y con eso no comemos. Tenés que doblar en la próxima, le recordó; yo soy un pájaro con vértigo, como te dije, imaginate a uno de esos bichos sin poder volar, no podría bajarse del nido. Tenés bufanda y abrís la ventanilla, le dijo él, cerrala, me hacés el favor. Tal vez en unos días, había escrito, y qué vas a hacer ahora, le preguntó después de detener el auto justo antes de la curva. Voy a ver si consigo mis propias lombrices, dijo ella riéndose un poco, tengo el gollete duro de tanto esperar pico arriba. Mirá que vos no tenés la vista de un pájaro, le advirtió él. Tenés que retomar la calle en esta curva, respondió ella desde afuera, apoyando los codos en la ventanilla, no te pierdas, estas calles son engañosas, con muchas diagonales.
La vio acomodarse la bufanda antes de entrar. Si yo pudiera colgarme de la hoja como ella, murmuró, antes de hacer la curva y acelerar.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Tarde.


Estuve esperando.
Bajo la parra.
Las uvas eran chiquitas y amargas.
Despellejé algunas y las tiré lejos, por si las moscas.
Me hice un test y resulta que mi cuerpo tiene una edad de 37, 5 años.
Así que, no sé, debería salir a correr en vez de esperar bajo la parra.
Querido Diario:
No, eso no.
¿Un poema?
No, no me salen. Pondría palabras como Amor, Soledad, Fuego o Marzo.
Me falta la metafísica.
Mis símbolos se consumen rápido.
Me falta yuyo, tranquera o dios.
Encontré una babosa, y no sé porqué tengo la idea de que queman como una gatapeluda. Desde chico lo pensé. Una vez en Mar del Plata salí a la calle y había muchos sapos aplastados, alguien les había dado una mano de pintura encima, de todos colores. Había salido con mi hermana a comprar un pepsi, y discutimos si era más rica que la Coca Cola. La Pepsi tiene más gusto a remedio, me dijo ella.
Leí: “Vivieron un día más sin vivirlo, y repondrán fuerzas, ahora, para vivir mañana un día que tampoco será vivido, a menos que se fuguen –como lo hacía yo antes, a esta hora- hacia el estrépito de las danzas y el aturdimiento del licor, para hallarse más desamparados aún, más fatigados, en el próximo sol”.
Levanté la cabeza como para pensar un poco, haciendo conjeturas sobre ese próximo sol, sobre ese día no vivido.
Una mosca atravesó el sopor.
Se sentó conmigo a esperar.
Pero ella no sabía.
Yo no escribo poesía.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Encargo.

.


No me des tregua, no me perdones nunca.
Hostígame en la sangre, que cada cosa cruel sea tú que
vuelves.
¡No me dejes dormir, no me des paz!
Entonces ganaré mi reino,
naceré lentamente.
No me pierdas como una música fácil, no seas caricia ni
guante;
tállame como un sílex, desespérame.
Guarda tu amor humano, tu sonrisa, tu pelo. Dálos.
Ven a mí con tu cólera seca de fósforos y escamas. Grita.
Vomítame arena en la boca, rómpeme las fauces.
No me importa ignorarte en pleno día,
saber que juegas cara al sol y al hombre.
Compártelo.

Yo te pido la cruel ceremonia del tajo, lo que nadie te pide: las espinas
hasta el hueso.
Arráncame esta cara infame,
oblígame a gritar al fin mi verdadero nombre.




Julio Cortázar.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Fragmento II.

Volvieron al astillero después de un año y medio en la ciudad y se sentaron toda una tarde en el bloque de cemento. No había nada más que ver en el pueblo, a no ser por las viejas casas derruidas en las que habían vivido. Entonces volvieron callados a seguir la ruta de alguna gaviota esperanzada que volaba sobre el río opaco. No había rastros del astillero, lo habían terminado de demoler cuatro años atrás, después de estar más de veinte en ruinas. Sólo una plataforma gigante de cemento se extendía frente al río, enclavada en la arena oscura, recordando tiempos de barcos y peces. Estuvieron sólo esa tarde y nunca más volvieron, porque no fueron capaces de precisar qué es lo que querían recordar. Porque un recuerdo no debe ser una imagen recuperable, sino la sensación de pérdida de una melancolía vieja que ya el cuerpo no se permitiría nunca. La distancia posible para alcanzar a un recuerdo es la insalvable.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Bebert.


Le gritó que apareciera, Aparecé Bebert, le dijo, pero Bebert no quería aparecer. Ella le volvió a gritar Aparecé Bebert y él se escondió más fuerte, con más ganas dentro de los árboles. Porque a Bebert le gustaba que lo buscaran, le gustaba el sonido de la voz de la tía desde dentro del árbol. Bebert, que me enojo, escuchaba Bebert desde dentro del árbol, y él, para no hablar o reírse se pegaba hojas secas en el labio. Bebert se murió un día de esos, se le cayó una hojita del labio y se rió, Te encontré, Bebert, le dijo ella, y se lo llevó a la casa para que la ayude a prender un fuego. Y al otro día Bebert estaba muerto, quieto debajo de las sábanas, sin ninguna hojita en el labio. Aparecé Bebert, siguió gritando la tía, buscando dentro de los árboles. Pero Bebert no quería aparecer, era más chiquito que una hoja, arriba, en el pico de un pájaro.

martes, 11 de diciembre de 2007

En la Plaza.


El banco de la plaza crujió un poco cuando le saqué la caca de paloma con la mano. El día estaba lindo, muy primaveral, de esos en los que se ven muchos chicos tomando helado de palito y viejitos dormidos. Te sentaste y me hablaste del tango, y apenas dijiste: “vos tenés que escuchar la letra de los tangos”, yo ya no te escuché más. A Gardel no lo mencionaste, y me acuerdo porque estaba esperando la palabra Zorzal en cualquier momento, pero no apareció. Claro, te decía, el Tango es bien argentino y a los japoneses les encanta, por eso se vienen de a malones en los buques pesqueros. Y vos me decías a todo que sí, porque no me escuchabas. Te conté que mi abuela tenía un poster de Gardel pegado en la heladera y que me hacía ver sus películas, y tampoco me escuchaste, en ese momento ya estabas por Piazzola. Entonces yo me seguí acordando tranquilo de las películas de Gardel y las de Tita Merello mientras escuchaba de fondo la música de un lunfardo que arrancaba lágrimas de malestar. Este es un día peronista, te escuché decir, de improviso. ¿Por el sol?, te pregunté. Por el sol y la gente reunida, me respondiste. Ah, no lo sabía.
Le compraste un helado de palito al vendedor, de chocolate. Te dije que uno se prueba como argentino al tomar mate con cuarenta grados de calor, no helado de palito, y menos de chocolate. El chocolate no es argentino, si fuera de dulce de leche todavía. Me miraste serio y lo supe enseguida, me ibas a hablar de folcklore.
Yo miraba el reloj pero vos no me mirabas.
Yo que le saqué la caca de paloma al banco para que hablemos de eso y de “Plumas de ganso”.
Yo que viajé dos horas para verte te escucho hablar de Guaraní y de cómo le gusta el vino.
Yo que me cago de calor y no me invitaste ni siquiera una chupadita del helado.
Yo que extraje del polvo a “Los isleros” y una heladera vieja y no me diste pelota.

Ahora vuelvo a casa tranquilo.
Voy a debatir a los Marx en el espejo.
O a reírme.
Qué lindo día peronista.



Ah, ¿eso?, eso era una nube nomás.

lunes, 10 de diciembre de 2007

La Grande.


Antes del amanecer, en la negrura sin aire de la madrugada, un chingolo cantaba entre los árboles del jardín, y con la primera claridad, llegaron los jilgueros, los gorriones, a saludar, con un bullicio excitado, la salida del sol, el nuevo día, piensa ahora Gutierrez, tan espléndido como inútil. Y vuelve a verse desnudo en la cama, con Leonor desnuda, dormida, a su lado, sobre la sábana blanca toda retorcida y empapada de sudor, y oye todavía, treinta y tantos años más tarde, la agitación ruidosa de los pájaros que, habiéndose ya olvidado de que el día anterior el mismo fuego incomprensible había ido subiendo desde el este, el día anterior y el anterior al anterior, hasta agotar los días abolidos en un pasado intangible, anterior a la existencia misma de la memoria, creen que el resplandor que revela el mundo y disuelve las tinieblas, les está destinado y está ocurriendo por primera vez, igual que quien ha sido captado en el aura mágica del deseo piensa que, por primera vez desde el comienzo del mundo, su sentido, a través del tacto tosco y de la carne rudimentaria, ha sido por fin revelado.



Juan José Saer.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Y también (III), porque me gusta.

Redacción Coromanpicadero.
Revista Típica India.


Querida Señora: Le rogamos poner punto final al hecho de que el Señor Froll o Frollo se haga mandar a nuestra Iglesia de Porta Pia la correspondencia de la respetable Coromanpicadero, por gentileza de nuestra Autoridad Misionera Local. Estas cartas son retiradas por una mujer italiana en una motocicleta pequeña, y esta mujer italiana de nombre Marilyn Monroe se ha inmiscuido con dos de nuestros Ancianos más jóvenes, Anciano Crook de Salt Lake City y Anciano Kalawii-a de Honolulu, quienes llegaron a Roma con 18 años de edad cada uno, en el mes pasado, para desarrollar obra evangélica en la castidad y la verdad. En una cantina de Cavour Place llamada Theatro Beat 72 bajo influencia de ella se vieron obligados a a fumar pipas y cigarros y a beber licores y emulsivos y perdieron la bicicleta. Desde hace más de un siglo los Santos conocen estas tentaciones, y nuestros ancianos se fortifican con ellas. Por suerte, la mujer era un hombre disfrazado; pero otros eran Comunistas en persona. De ahora en adelante esta Señorita no será recibida con benevolencia.

Fielmente suyo,
Anciano Tippets
Centro Misionero
Mormón
Via Fabio Numerio 10
Roma

Wilcock (II)


Sección de Informaciones Útiles.


Acaba de ponerse a punto un tipo de lente de contacto para gallinas, informa el Centro de Investigaciones Ópticas, con el fin de combatir las frustaciones de los pollos y las perturbaciones nerviosas de las aves de corral en general. Nada provoca más frustaciones a la gallina que el hecho de picotear un insecto inexistente, o bien de toparse con piedritas molestas mientras come, explican los psiquiatras que se han ocupado del problema. Las lentes de contacto para gallinas son de plástico rojo y reducen considerablemente la nerviosidad característica de estas populares aves.




De "Los dos indios alegres".

sábado, 8 de diciembre de 2007

J.R. Wilcock.

El Correo del lector.

Dr. De Cola.
Novela de los dos Alegres Caballos.

También mi padre hacia el ´90, más precisamente en 1886 al morir mi hermana, me regaló un potrillo para mí solo. ¡Cómo nos queríamos Tony y yo! Cada vez que salía de casa, ahí estaba Tony junto a la valla, esperándome. Tomaba una de mis orejas entre sus tiernos labios y me la estiraba parado sobre las patas de atrás; o bien me mordía un hombro con sus tiernas mandíbulas invitándome a dar un paseo.
Hasta que un día me hizo caer sobre una piedra delante del molino, y quedé inválido para siempre, aunque seguí siendo muy vivaz. Desde 1887 vivo sentado frente a la ventana y leo revistas ilustradas, pero no dejo de pensar en Tony. Mi padre lo regaló como castigo, y como castigo al año siguiente le cayó encima un árbol y murió (mi padre). No hay amigo como un caballo.
Felicidades y saludos,
Console sala.
Verolanuova - Brescia.



de "Los Dos Indios Alegres".

Dos sueños.


I.

Al cambiar los muebles de lugar, quedé atrapado. El empapelado me absorbió y formó en mi cabeza una corona de flores. Todo mi cuerpo tomó el color violáceo del papel y el espejo del aparador se partió. De los bordes colgaban racimos de vidrio, y en una de las pequeñas estalactitas se perdió mi imagen. Durante días los muebles descansaron de la tiranía de mis costumbres y, cuando volvieron a sentirse ellos mismos, intercedieron por mí. Lentamente fui acostado entre las sábanas. Retomé la rutina. Pero la corona de flores persiste en mi frente.


II.

Cansado llegué al final; a un baldío oscuro y barroso, como de tormenta vieja. Sólo una parte del campo estéril estaba iluminado por un reflector gigante, operado por una sombra oscura. La luz giró hacia mí; blanco, desnudo, embarrado. Del centro de la oscuridad escuché los aplausos. En la pantalla gigante que se iluminó de repente, entre la negrura del barrial, se proyectaban imágenes de mi nacimiento; blanco, desnudo, ensangrentado. La multitud sentada en las butacas que se hundían en el barro perdió su interés en ese hombre desnudo plantado a la salida del laberinto de telas. Bajé la cabeza porque la función había comenzado. Esperé a oscuras, detrás de las asientos, durante algunas horas. Mis dientes castañeaban. Atontado y vencido me acerqué a la pantalla y corté las sogas de ese deus ex machina colgante, aparecido de improviso sobre el final de la proyección, que recreaba con sombras chinescas una fábula ajena sobre mi muerte.

Solo y cansado retomé el camino de telas. Tirado en el barrial, tenuemente iluminado, el dios de juguete me miraba. Al pasar por su lado, chapoteando, lo salpiqué. Los ojos se le cerraron.

jueves, 6 de diciembre de 2007

Fragmentos.


Cerca del astillero, entre maderas podridas y un río turbio, pálido por las sombras invisibles del viento. Cerca del mástil herrumbrado que emergía de la arena estancada y sucia, contaminada de peces muertos y aserrín. Cerca, sentado en el bloque de cemento que brotaba del río (que había tragado viejos edificios y muertes) sentí tu risa atravesar los espacios dinamitados del astillero. Te vi parado frente a una gigantesca pared de concreto riendo solo y meando imaginariamente tu nombre. La pared, recuerdo, no te invadía con su sombra. Volví entonces a la luz que me enfrentaba desde el reflejo del agua. Pateando arena te acercaste y te sentaste cerca, doblando las rodillas; te miré sin interés, creyendo que tal vez fueras un alma expurgada del viejo edificio.

Teníamos doce años y nos encontramos cerca de las paredes ruinosas del astillero.
Sin exageraciones te levantaste y te fuiste con el sol, que ya manchaba el río de negro. Yo seguí con la mirada el curso de una gaviota que iba a picotear las espinas enterradas en el montículo de arena empantanada en la costa.


Antes la gente acá pescaba, me dijiste con los ojos pegados al agua. Yo no me moví de mi lugar, seguía sentado en el cemento juntando un poco de arena sucia con las manos; hasta que te acercaste un poco más, levemente, y trajiste un frío parecido al que yo imaginaba cada vez que te veía, desde que pensé por primera vez que eras un espíritu deslavado por las aguas mugrientas. Entonces volví a mirar tu cabeza, tus pelos puntiagudos que absorbían como juncos la brisa de la tarde, y encontré perdidas en un pozo negro tus pupilas contraídas por el fulgor del agua. Creo que esa fue la primera vez que no esquivamos la mirada. ¿Fumás? No, no fumaba, pero acepté con la mano temblorosa y el estómago ansioso, desesperado ante la novedad. No supe cómo agarrarlo y abriste un poco mis dedos índice y mayor y lo colocaste ahí, mirando atento mi desconcierto y fascinación. El humo entró en mis ojos y reíste, te estás haciendo grande, me dijiste mientras te ibas quién sabe dónde. Me quedé sin saber qué hacer con el humo que, agresivo, intentaba violar mi garganta.

Recién llego a casa. Me tomé el 160 y continué la lectura de "Viaje al fin de la noche", ese libro del que tantas citas extraje para subir acá. La cuestión es que sí, es un libro de esos que provocan un placer extraño al leerlo, que se leen casi como en una estampida barranca abajo, de forma inevitable, sin poder frenar. Pero hoy, tal vez bajo cierto ánimo peculiar, no pude evitar ese AUCH! , casi de voz alta, que te pone la piel gallinezca al leer una frase; una de esas frases que te detienen por largo rato, que imposibilitan seguir leyendo, te golpean como mazaso. Bardamu, el personaje principal, -finalmente devenido médico luego de miles de travesías- atiende a su amigo Robinson que se quedó ciego por una explosión que le dio en plena jeta. Bardamu lo va a visitar dos veces al días y con el tiempo Robinson, en su ceguera, y espectador único de sus recuerdos, comienza a relatarle pedacitos de su vida. Robinson le cuenta un secreto a Bardamu sobre su iniciación sexual, y repite esa historia, que tanto le costó decir, todos los días. Lo repite tanto que la historia se trastona en chiste, todos cargan a Robinson por ese recuerdo. Y es en ese momento que Bardamu dice:


"Esto ocurre con nuestros secretos, en cuanto los aventamos en público. Quizá en nosotros y en la tierra y en el cielo, sólo es terrible lo que no se ha dicho. No estaremos tranquilos hasta que todo sea dicho, de una santa vez; entonces, al fin, se hará el silencio y no tendremos miedo de callar. Ya estará"


martes, 4 de diciembre de 2007

Luciérnaga.


Siempre me gustó ver todo lo que se escapa, o mejor dicho cómo las cosas se escapan. Ver caer el agua de la pileta de la cocina, rebalsada; juntar puñados de arena y hacerlos resbalar entre los dedos; pisar el barro; cazar luciérnagas; hundir despacio los pies en el mar. No sé en realidad si las cosas se escapan, sino que vuelven donde pertenecen. Se escapan de mí, en todo caso. Y me gusta ver cómo la gente se escapa, para volver tranquilamente a sí mismos. Tal vez porque no pertenecemos, como la arena o las luciérnagas, a lo que nos semeja en forma, peso, estructura. Tal vez porque no pertenecemos a ningún lugar más que a nuestro propio cuerpo. Nos falta fluidez para escurrirnos y mezclarnos, o sentido de totalidad para ser playa, y no sólo grano. O tener un lenguaje común como la fosforescencia de la luciérnaga.



Pocas veces me brilla el estómago.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Decididamente, lo más interesante pasa siempre en la sombra. Nada se sabe de la verdadera historia de los hombres.

Una vida interior intensa se basta a sí misma, y sería capaz de fundir veinte años de hielo.



Louis Ferdinand Celine, "Viaje al fin de la noche".

domingo, 2 de diciembre de 2007

Esta noche en el agua.


Reflejándose en el agua, con la cara hacia la luna y la luna en el agua. Los movimientos redoblados de tu reflejo haciéndose casi gigantes, a punto de chocar contra las oscuras piedras estancadas que cortan la quietud imposible del agua. Tu cara en el agua es un monigote de la luna que bailotea con su luz y su fuerza solitaria. Detrás están los pastos que se doblan y se hunden bajo el pie de mi caballo silencioso, que en su huella deja los trazos de la desesperación de la doma. Llego despacio, sin dudar, a tu espalda que me esconde del río y la luna, para intentar tocar un solo cabello oscuro. Los pastos no crujen y los bichos gritan las melodías arrancadas del estómago. Acomodo mis manos peludas a tu cuerpo de luna blanca, de cara reflejada en el río blanco y espero a que el agua se aquiete y acaricie nuevamente los bordes de tus pies. Reflejándose en el agua ahora está mi cara, volteada hacia la luna oscura de tu cuello, y lo blanco está en mi barba mojada de luna blanca. Mis manos despiertan al río y vuelve a rebotar mi cara en la piedra oscura; levanto tu cabeza y te hago expulsar el agua por la boca, que queda atrapada en los pelos y las arrugas de mi mano vieja y disciplinada. Si alguna vez quisiste asustarme con tu palidez, no lo sé; me lo dirás cuando despiertes. Te preguntaré por los pies que arrullaba el agua, gastando las uñas y la suave carne blanca. Te preguntaré por la cara anclada en el barro de la costa y por el agua que estaría inflamando tus pulmones, ornamentándolo con pastos y granos de tierra mojada. Te levantaré con mis brazos y te llevaré a mi morada, para que me cuentes qué te ha pasado en esta noche de luna blanca. Tendrás que despertar de tu sueño mojado para explicar tu desesperación, o la cólera cobarde de algún desesperado. Ahora tienes que descansar de la luna y su reflejo, de tu cara hundida reflejándose en el agua, para que me cuentes tu vida y tus noches a escondidas, temerosa de esa profunda violencia que has provocado. Déjame secarte las piernas, déjame acomodarte los cabellos que se pegan a tus ojos y me esconden la mirada de agua estancada y triste. Yo no estaré cuando despiertes, pero mis preguntas quedarán selladas en estas paredes como presencia, como murmullo de flores quemadas y cenizas. Yo no estaré cuando despiertes, pero regresarás algún día para saber quién te ha rescatado de la luna y del reflejo de tu cara hundiéndose en el agua. Y cuando vuelvas, tampoco estaré, porque la bestia de mi cara olerá tus pasos y escuchará los latidos de tu respiración, acercándose, amenazando el secreto de mi cuerpo, mi corazón domado.
Pero te estaré observando, privilegiando tu cara sobre los árboles y ciervos, y esperaré indefinidamente por tus respuestas, cuando decidas susurrarle o gritarle al viento la tristeza de esta noche en el agua. Esta noche, este secreto, esta guarida, no lo compartas cuando despiertes y reanudes tu camino. Te he salvado del agua y la luna, sálvame con el silencio.
Cuando despiertes yo ya me habré ido; esperándote.