viernes, 24 de octubre de 2008

Terror.

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"¡Esta pintura me mira!" gritó desesperada.
(Bajo órdenes precisas los guardias de seguridad del museo se le acercaron y le arrancaron los ojos)


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Santa Teresa.

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Todas las mujeres envidian los orgasmos de Santa Teresa. Pero lo que no saben es que Santa Teresa le envidia la Vuitton a, pongámosle, Susana Giménez. "Si hubiese existido en mi época, no me hacía monja" dicen que dice ella sentada parnasamente en el regazo de su macho pobre. Pero a veces se encapricha: "¡Traeme una Vuitton!", los otros escuchan que ella le grita. Y él, con su paciencia infinita, le clava el rayo de otro orgasmo celeste. Luego de acomodarse los setecientos siete pliegues de su falda, ella se va silbando bajito.


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El Tirolés.

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Seamos cordiales, trepanémonos las ideas. Pongámoslas en el jarro de monedas de la iglesia para que ellos lo vistan a Jesús como un tirolés encantador.



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Nebulosa "5"

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Él alarga el brazo y toca la nebulosa "5". La nebulosa lo agarra por el dedo y le da vueltas hasta descoyuntarle el brazo, la cadera, las piernas. La nebulosa es la nebulosa, y no hay que andar haciéndole cosquillas. "Y ahora quién te cura", le grita la madre escandalizada. Y piensa que tal vez no estuvo bien en enseñarle a su hijo que las nebulosas no existen.




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jueves, 9 de octubre de 2008

Titiana y Ercilia


Titiana se calza los patines de tela que Ercilia le confeccionó, para que no se arruine el parquet recién lustrado. Titiana arrastra suave los piecitos blancos para que no se le resientan las rodillas, que estropeadas las tiene de agacharse tanto en el devocionario tapizado de maíz. Mientras, Ercilia friega el ventanal, ya sin sentir el perfume de las lilas que la miran desde afuera, mientras escucha el fris fris de los patines recorriendo la planta baja. Cuando los pasos se detienen, Ercilia se responde que llegó la hora en que Titiana, como todos los días, obstaculiza el presente y refriega la cuenca oscura de los ojos del tiempo, proyectándose las diapositivas amarillentas enmarcadas sobre el aparador de la vajilla fina. “Las fotos del barco”, le había dicho una vez Titiana a Ercilia, “mirá qué bonitas las fotos del barco”. Colgaban sobre el aparador la foto del barco, y la del puente inglés, y la de una playa en San Esteban, juntando una mugre anónima que Titiana ya no alcanza a ver. Ercilia sigue fregando el vidrio en círculos, con papel de diario, mientras Titiana, en acorde justo, refriega sus lentes de carey marrón para que entre ella y la imagen sólo medie una transparencia –tal como entre Ercilia y las lilas de afuera. Pero Ercilia ya no distingue el perfume de las lilas, y por eso pueden ellas agazaparse entre las hortensias, los jazmines o la enredadera de flores rojas que cubre la pared del fondo, porque para Ercilia, por más transparencia que haya, las lilas ya dejaron de ser, perdiéndose en la reconcentración de un mismo aroma que se aplasta contra el vidrio. En cambio el barco, el puente y la playa tienen para Titiana la singularidad que podrían tomar las lilas si las viera un ojo invitado de otras regiones, y que no conociese el color lila de las lilas frescas. Entonces Titiana debe detenerse, clavar espuelas en los patines, y auscultar el quejido intermitente del recuerdo -que le retumba adentro-, tan violento como si el olor de las lilas frescas se decidiera a atravesar el vidrio para meterse a la fuerza en la boca y la nariz de Ercilia, y así quedar resonando, como el recuerdo de Titiana ante esas fotos colgadas sobre el aparador de la vajilla fina.
Pasan algunos minutos y Ercilia escucha nuevamente el fris fris de los patines de Titiana camino a la escalera; hace un bollo con el papel húmedo y, mientras mira hacia afuera, ve un abejorro negro posarse sobre esa hermosa planta de lilas, que tan cuidada la tiene doña Titiana.

lunes, 29 de septiembre de 2008

El ocaso del pensamiento


Las sonrisas son una carga voluptuosa para el que las reparte y para el que las recibe. Un corazón tocado por la delicadeza difícilmente puede sobrevivir a una sonrisa tierna. De igual forma, hay miradas tras las que uno ya es incapaz de decidir nada.
Emil Cioran

jueves, 25 de septiembre de 2008

Secate el ojo

Secate el ojo, vuelve a decir la madre a su hija que “no es chef, es kinesióloga” y que, sin embargo, trabaja en la cocina de un hotel. ¿Secate el ojo? ¿hay una lágrima? Puede ser, la cara se esconde. El ojo gotea, mecánico, y no se sabe por qué, sólo se escucha la censura de la lágrima. Entendemos que es una gota que no debe estar, que afea el rostro de esa bella hija de su madre, o que puede trastornar el sabor de la comida de los huéspedes. O puede ser que le diga secate el ojo para ver mejor, o para que se te aclare el mundo de las posibilidades fallidas. Y aunque reprimida el agua brota; medida, pero irrepresable, remarcando la aridez de la cara vieja.
¡Secate el ojo!, porque nada es lo que debiera ser. Y la madre te ayuda a verlo

miércoles, 10 de septiembre de 2008


Es sólo para saber, entiéndame, si usted en realidad, tal y como es ahora, se ve a sí mismo... igual que ve, por ejemplo, a distancia de años, al que era tiempo atrás, con todas las ilusiones que entonces tenía, con todas las cosas, en su interior y alrededor suyo, como entonces le parecían... -y que eran así, realmente así, para usted-. Pues bien, señor, volviendo a pensar en aquellas ilusiones que ahora ya no se hace; en todas aquellas cosas que ahora ya no le "parecen" como "eran" para usted hace tiempo, ¿no le da la impresión de que se le hunde, no sólo este entarimado, sino la tierra bajo sus pies, argumentando que "esto" mismo que ahora siente usted, toda su realidad de hoy en día, tal cual es, está destinada a parecerle mañana una ilusión?

Luigi Pirandello.

miércoles, 27 de agosto de 2008

Por la calle Colón.




Sentí el respiro de los árboles, las partículas deshechas de las semillas de paraíso navegando el aire, en exhalación. Caminaba por la calle Colón, preguntándome por qué no quería volver a casa. Era ese pulmón entramado en todas las cosas el que me sujetaba a la misma calle, como obligándome a que respire con él. Golpeé tu puerta, y te fui a esperar sentado en la parecita de adelante, por la que se colaba la enredadera que tu mamá insistía en estrangular. Miré el jacarandá de enfrente y me dio pena; pensé en una muerte. Yo tenía puesto un pantalón de vestir de invierno, y el calorcito del viento me incomodó, pinchándome las piernas. Y vos tardabas en salir, te estarás secando el pelo, pensé, un tanto fastidiado. Entorné los ojos –apagando el violeta del jacarandá- y el zumbido de un colibrí me arrastró a la rosa china, orgullo de la casa, blasón natural de la familia Fuentes. Pensé en el colibrí como escupitajo violento disparado de este gran pulmón congestionado. Otra exhalación, me dije, que no se sabe de dónde viene o hacia dónde va. Y la rosa china quedaba quieta, con un dolor rojo menos terrible que el del jacarandá, un dolor petiso, casi sonriente.
Abriste la puerta, trayéndome un poco de ese olor a cera vieja y fritura que alentaba cada rincón de tu casa. Me sonreíste y me dijiste que perdón, que te estabas secando el pelo. Yo guardé mis manos en los bolsillos, estirándome entero, diciendo no importa, un colibrí me saludó. Entonces fuimos a la heladería, y en el camino me contaste que tenías planeado un viaje a San Bernardo, apenas comience el calorcito, y que tu papá no quería más al perro en la casa, que le meaba el portafolio.

(Mientras te escuchaba imaginé al jacarandá enraizado en la arena de una playa rodeada de tamariscos, imaginé las flores arrumbándose junto a la espuma de la costa, con el mar fiero).

Te dije que el jacarandá me daba lástima, que tenía ganas de llorar. Pero ya llegábamos a la heladería y pedí chocolate amargo y frutilla al agua; lo tuyo no me acuerdo. “Cómo es lo del jacarandá” me preguntaste mientras emprolijabas el helado con la lengua, y yo te dije no sé, que era como que taponaba las arterias del día, y que no lo dejaba respirar; ¿no te diste cuenta que en la calle Colón se siente un respiro, y que justo en la puerta de tu casa se asfixia?, te pregunté. Nunca me había percatado, me respondiste, será que no te gusta esperarme.

Terminamos el helado en silencio, y todavía no quería volver a casa. Caminamos algunas cuadras más bajo los paraísos que entrelazaban sus ramas abovedando el asfalto. Agarré una ramita seca y mientras caminaba la hacía vibrar contra las rejas de las casas. Nos reímos y te saludé en la puerta de tu casa, dándole la espalda al jacarandá.


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martes, 19 de agosto de 2008

Culpables


La fina espuela metálica aguijó el costillar de la yegua, lanzándola hacia el bosque de abedules. El jinete cargaba el apuro de una última confesión, dirigida al ministro de dios anclado al otro extremo del bosque. En la carrera la yegua destrozó la cabeza de una serpiente sorprendida, y terminó de enterrar el cuello de un tero moribundo que no encontró razón para moverse. Un pichón caído del nido, imantado por el redoble constante del trote, desapareció bajo la vieja herradura. Entonces el jinete levantó los ojos al cielo, diciendo: “Perdónala, ella no sabe lo que hace”, sin detenerse a pensar quién era el verdadero culpable. Desde su fosa subterránea el diablo emitió un soplido –un soplido que, al atravesar la tierra desde el fondo, se transformó en palabra sonante-, y la palabra fue: “Detente”. La yegua clavó sus patas en el colchón de hojas rojizas, expulsando a esa espuela fuera de su lomo. Y la cabeza del jinete se partió al chocar contra la roca gris. Ella, por supuesto, tampoco se detuvo a pensar quién era el verdadero culpable.
La confesión llego tarde a manos del ministro, y como castigo quemaron al mensajero entre las hojas caídas de los abedules.

lunes, 28 de julio de 2008

Suerte


El miedo te patea hacia la pared -y eso cuando es benévolo, vulgar; porque todos sabemos que hay otros miedos que son tortura, que son huella que se pinta lenta, que no patean, transcurren. Entonces aquél miedo te da un empujoncito, para que después vos solo hagas el camino hasta ante el umbral, límite preciso e irremediable, demarcación última y confín de tu miedo. Tal vez ahí ya nada te importe, y en los pocos minutos que te concedés comenzás a evaluar posibilidades –persignarte o putear; huir o simular-; o tal vez conjetures planes sediciosos que te alivien la decepción y la rabia. Pero también puede ser que cuando ya nada importe, cuando sientas en todo el cuerpo la desesperación de lo inevitable, mandes todo a cagar, harto, y te des la vuelta.
A veces, los que tienen suerte, ven que el miedo era sólo una pierna colgando del aire.

sábado, 26 de julio de 2008

La experiencia del espejo II


El espejo me interpela, me cuenta, cuando está manchado de vapor. Y entonces no puedo diferenciar si es que mi cara desaparece en esa espesura, o se reconstruye desde fuera de sus propios límites, en contracción; es como si se me dirigiera con una retórica de fantasma adolescente, intentando seducirme en la duda. Despierta entonces la intuición, ansiando desentrañar ese fundamento de mi cara, para creer que “soy yo el que se mira”, cuando no hay nadie que mira ni es mirado, sólo es un principio a develarse; es algo como la “gatidad del gato”, o “la floridad de la flor”. La experiencia del espejo es la de querer comenzar a ser, o la de querer hacerme creer que nunca, nadie, nos mira. O como si todo, siempre, fuera un espejo en espera a ser desempañado.
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martes, 22 de julio de 2008

La experiencia del espejo


La experiencia del espejo es la de separarme en partes, me dijo, y es en ese umbral donde siempre están mis ojos mirándose a ellos mismos, perdiendo relación, cuestionando quiénes son que se miran. Y siento que es tal vez en ese momento que mi cuerpo sale a andar y se escapa, cuando los otros ojos responden, de improviso, despintándome.

jueves, 17 de julio de 2008

miércoles, 9 de julio de 2008

Océano Mar


¿Sabes qué es lo más hemoso de aquí? Mira: nosotros caminamos, dejando todas esas huellas sobre la arena, y ahí se quedan, precisas, ordenadas. Pero mañana, cuando te levantes, al mirar esta enorme playa no habrá ya nada, ni una huella, ni una señal cualquiera, nada. El mar borra por la noche. La marea esconde. Es como si no hubiera pasado nunca nadie. Es como si no hubiésemos existido nunca. Si hay un lugar en el mundo en el que puedes pensar que no eres nada, ese lugar está aquí. Ya no es tierra, todavía no es mar. No es vida falsa, no es vida verdadera. Es tiempo. Tiempo que pasa. Y basta.


Alessandro Baricco

sábado, 28 de junio de 2008

La condesa sangrienta

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El verdadero terror humano no es la muerte:
Es el antiguo caos por el que fluye la nada.


Valentine Penrose

miércoles, 25 de junio de 2008

Zama


Alguien me dijo:
-¿Quieres vivir?
Alguien me preguntaba si deseaba vivir.
Era, entonces, que mi sangre no se fue toda. Era, también, que había llegado el indio.
Podía, pues, no morir. No morir aún.
Me desgarró la ropa.
Después sentí la prisión del torniquete en los brazos y supe que mis manos sin dedos ya no manarían sangre.
Tal vez dormité, tal vez no.
Volvía de la nada.
Quise reconstruir el mundo.
Despegué los párpados tan pausadamente como si elaborara el alba.
Él me contemplaba.
No era indio. Era el niño rubio. Sucio, estragadas las ropas, todavía no mayor de doce años.
Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre:
-No has crecido...
A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo:
-Tú tampoco.


Antonio Di Benedetto

Imagen: Nacho López Del Corro



viernes, 20 de junio de 2008

El Pabellón de Oro


La belleza -¿cómo decirlo?- sí... es como una muela cariada, que nos roza la lengua, nos la agarra, nos hace daño, que yergue su existencia como un alfiler. Finalmente, no podemos ya más con el dolor y el dentista nos la arranca. Entonces, al contemplar en el hueco de nuestra mano aquella pequeña cosa marrón, sucia, sanguinolienta, uno se dice más o menos: "¿Es esto? ¿Es esto lo que me hacía tanto daño, lo que no cesaba de recordarme su existencia de un modo tan desagradable, lo que me clavaba raíces tan tenaces? ¡No es más que materia muerta! Pero, esta cosa y la de un instante, ¿son realmente una misma cosa? Si ésta, al principio, formaba parte de mi envoltura exterior, ¿cómo, por qué conexión, ligándose a mi yo interno, pudo convertirse para mí en una fuente de dolor? ¿sobre qué base reposaba? Y esta base, ¿existía en mí? ¿O bien existía en este objeto? Sea lo que fuere, lo que me han arrancado de las encías y lo que yace en el hueco de mi mano son dos cosas totalmente diferentes. De una manera positiva, ESTO ya no es AQUELLO"


Yukio Mishima

jueves, 12 de junio de 2008

Marechal, o la guerra


Universalizar las esencias nacionales -decía Marechal-, es decir, realizar el salto ontológico que permita vernos como un todo, en coherencia, en la suma de una idiosincrasia propia, total, que se eleve sobre nuestras cabezas y nos permita una identificación como pueblo; un ideal que persigamos todos, en unión. Y fue también “su tiempo” el que le permitió ver la descarnadura de ese ideal; el suave apelativo de aquel viejo Adán se transformaría luego en grito, en rebelión, en la voz de Megafón.
Leopoldo Marechal, clama, en su novela póstuma, por aquellos sentimientos primordiales que ve anquilosarse y desaparecer –la patria, la religión, la lucha del hombre por el hombre- y somete a juicio su propio ideal. Su testamento literario es una interpelación no sólo al pueblo al cual ve acomodarse a los discursos del poder, enajenando su propia libertad, sino que es también una última rectificación de su ideal pretendidamente desgastado, por el que quisieron someterlo al olvido.
La escritura se puebla de los fantasmas que nos habitan y son ellos los que forjan, en ese espacio, los caminos de nuestros deseos. Escribir, para Marechal, es trazar ese camino, es fraguar la senda de sus deseos; pero es también cultivarlo para que otros tomen sus granos. Es, en definitiva, elevar la voz sobre las doctrinas que aprisionan el pensamiento, para no permitir que se acalle el grito furioso del gavilán, a quien tantas veces quisieron desplumar.

martes, 3 de junio de 2008

(casi) Dixit

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Una amiga me dijo, un tanto desconsolada:

"Hay veces en que hasta a los delfines les gusta chapotear en el barro"

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sábado, 31 de mayo de 2008

Nota



"Sólo los padres tienen el derecho de querer y lastimar; porque lo hacen respaldados en el Deber. Entonces la pena se anida, se la protege de la felicidad, que podría hacer reventar los pichones. Y todo -a todos- lo demás debe sometérselo a juicio , bajo pena de destierro"


Cuaderno de taller "Gloria"; 2002.

sábado, 24 de mayo de 2008

Antes del examen.

Marcuse me habla en un sueño, parado en un atrio repleto de migajas, que él intenta limpiar inútilmente, mirando cómo pelean dos ratoncitos cerca de las vigas caídas de esa iglesia ruinosa. Están justo debajo del vía crucis. Desvía la mirada, un tanto perplejo, y me encuentra. Yo, a lo lejos, miro hacia atrás y pienso: ¿A mí me buscás?
Pobrecito, se sonríe, o me sonríe y levanta los hombros.
Comienza a hablar(me). Me dice: esto es para usted, hippie. Y se pone contento, pero yo le grito desde el fondo que no soy hippie, que soy un estudiante. Y él se exalta, se ríe más fuerte, golpea con un puño ese atrio desvencijado; mejor, mejor, me grita, porque en el estudiante se planta mejor la semilla, ¡la tierra ya viene removida! Y ahí, entonces, lo ví al Jesús crucificado detrás de Herbert, con las piernas cruzadas y el dedo índice sobre la boca, pidiendo silencio como los cuadros de las enfermeras en los hospitales. Callate, Marcuse, parecía decirle, dejá tranquilo al pibe que mañana tiene que dar examen. La voz del orador se debilitaba y me acerqué a los bancos delanteros. Estiró el cogote y me dijo, en voz baja: hay mucho polvillo acá, me jode la garganta, ¿no tenés whisky? Si quiere le voy a comprar, le dije, pero me hizo una seña apresurada, moviendo las manos, para que no me moleste. Su arenga me convenció de algo, algo que ya no recuerdo, creo que pensé que con eso podía aprobar el examen. Escuchamos una bocina, viniendo de afuera, y él se fue a esconder detrás de un púlpito que yo no había visto. Me acerqué, buscándolo: Señor Marcuse, dije tímidamente, y me agaché a su lado. Es que me tienen junado, me susurró, estos yanquis putos primero me explotaron y ahora quieren enterrar los pedacitos. No sé por qué lo abracé, compasión, tal vez, y sentí en el forro del saco la dureza de una petaca de alcohol. Tome, Marcuse, le dije, ahogue las penas. Me miró compungido y me señaló los ratoncitos que se apareaban desaforados, debajo del via crucis. Me voy que tengo examen de ciencias naturales, le dije, y le di la mano.
El siguió detrás del púlpito, y mientras caminaba por el pasillo del centro escuchaba el gluglu de los tragos de Herbert. Después llegaba al colegio, era la mañana, no tenía la corbata, quería volver a casa, etc

martes, 13 de mayo de 2008

Bajo el puente.


Lo que sobran son los perros. Y los recuerdos, que son los perros flacos de la memoria. Andan desatinados revolviendo las huellas, husmeando ese restito de los ausentes que ha quedado agarrado al polvo. Un olor, un hongo venenoso que los enloquece, que los enferma de tristeza, que les voltea la cabeza a ras del suelo; que los ayuda a procrearse. A los chicos también nos destetan con eso.

Augusto Roa Bastos.

martes, 6 de mayo de 2008

Diario Argentino


"Hubiesen tenido que usar una dosis de perspicacia mucho mayor de la que permite el febril ajetreo de las relaciones urbanas para poder entender algo de mi locura de aquel entonces, y tener una paciencia angelical para adaptarse a ella.

La culpa era de esa constelación que apareció en mi cielo desplomado".


Witold Gombrowicz.

miércoles, 16 de abril de 2008

En la General Electric.


Martita, cansada de cantar boleros por pocas chirolas en una fonda de La Boca, aceptó ese trabajo en la General Electric. Aquel primer día se levantó más temprano para dar los últimos retoques a la tintura, para maquillarse sin excesos, para coser una punta del bretel que había descubierto roto la noche anterior. Llegó a la oficina sin escándalo, un poco tímida de mostrar su voz brillosa. Le presentaron al presidente de la General Electric, un morochazo bigotudo, de traje color cobre. Le presentaron las cuentas, navegó por los balances y cartillas de clientes toda la mañana.
Se acercó, por la tarde, al despacho del presidente. Y le preguntó:
-Señor Presidente, ¿desea una tacita de café?
-No, Martita, gracias –le contestó, sonriente, el Señor Presidente- el café me hace picar el ojete.

jueves, 10 de abril de 2008

El vestido.


Agarré el mate tibio con una mano temblorosa, ayudada por la otra que sostenía la muñeca. Pichín miró el movimiento, atento. Se rió y me señaló a la nena en el árbol, Míremela a la nena cómo vuela, me dijo. Ella volaba, efectivamente, sosteniéndose de las ramas flacuchientas de los eucaliptos; y el vestido rosado desacompasaba el baile, como si no estuviera hecho para vestir un cuerpo tan vivo, imposible de seguir sus movimientos. La deseé desnuda, bajo el foco letárgico de la luna. Bajáte, nena, le gritó Pichín, bajáte que asustás al señor. Quise explicarle que mis manos habían dejado de temblar, pera ya la nena se deslizaba hacia el camino de tierra. La vi arreglarse el vestido, acomodándolo de nuevo a los movimientos toscos de la caminata; con sus manos parecía pedirle perdón al vestido rosado. Mientras, el sol se enredaba un poco más entre la hilera de álamos que cortaba el horizonte. ¿Adónde va la nena?, le pregunte a Pichín. No sé, me respondió, nunca la seguimos. Devolví el mate. Y un caballo relinchó furioso, lanzándose a correr hacia ese sol ya apagado.

miércoles, 9 de abril de 2008

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Inmóvil; en mí. Impreso en la retina de mi memoria
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lunes, 7 de abril de 2008

Pasado.


No tenía paciencia para morir, como la tienen los viejos de caras duras. Me costaba morir porque lo esperaba a cada segundo. Y no pude volver a escribir, sólo alcancé a componer algún que otro verso descompuesto de rabia y ansiedad. Porque es imposible escribir bajo el influjo de la sangre que no deja de bullir debajo de los dedos.

martes, 25 de marzo de 2008

Alameda.

Sentí primero como un estremecimiento natural, soy igual a la hoja, pensé. La hoja que no se desprende. Me detuve entonces a absorber cierta poesía del movimiento. Con los brazos bajos, todavía molestos por el cosquilleo y una punzada de dolor. Hinchar el tórax, inflando esos globos internos que separan las costillas de plastilina. Hinchar de poesía el movimiento. El movimiento que vuelve ahora, a no desesperar, todo es breve, hasta la hoja que no se desprende. El hormigueo se extendió hasta los pies. Corté la absorción con la necesidad, y me agaché a mojar los pies con el agua del río que corría rápida, como ese cosquilleo. Soy igual al agua, me corregí. Pero todavía no sabía del dolor de sentirse agua, de las cosquillas infernales de las algas o la cuchillada de los peces adentro del vientre, bailoteando. Inflé nuevamente los globos, con precarios resoplidos, intentando serenar ese entramado invisible de adentro. Calma, murmuré, pensá en la poesía que no viene a salvarte, así viene.
Entonces él llegó y me preguntó si estaba bien. Salí del sopor, agitando un poco los párpados. Nada grave, le contesté, un mareo. Me contó que se había jugado la vida en la escarpadura de una roca, Allá detrás de los álamos, me dijo. Todavía me tiemblan las gambas, desde allá, desde detrás de los álamos, y me lo indicó con la mano. Quise incorporarme, y el armazón interno se atenazó a la carne. Me caí y él me ofreció entonces la mano que todavía señalaba los álamos. Agarráte de mí, ordenó, que yo te sostengo.
Las órdenes las da el poeta, él decide dónde están los álamos, dónde el corazón de roca, dónde el hombre enfermizo. Pero hice caso y me sostuve con sus hombros. Virgilio nos debe estar mirando con ganas, le dije, pero sólo recibí un farfullo de respuesta, como si no me hubiera entendido, o como si el comentario fuera demasiado estúpido como para necesitar respuesta. Me arrastró varios pasos y en las tripas una tolvanera de palabras me dejaba sin respiración; eso y el dolor que insistía con su picor acerado.
Me senté en una piedra verde y lo miré mientras abría una tranquera ruinosa, con alambres disparados hacia todos los puntos cardinales, preparándose para lanzar sangre. Todavía no hablé del olor, del moho transparente que él había recolectado camino a los álamos, de la dulce pestilencia del cuerpo gastado. Agarrado a sus hombros trajiné en mi cuerpo su aventura, lo llevé como una valija vieja que ya no pesa, como un invierno que tarda en irse. Me contó entonces que detrás de los álamos corre un arroyo, y que en su litoral crece un yuyo bueno para las heridas. Por querer curarme una herida casi se me mata el cuerpo, reflexionó. El exterminio del cuerpo por la roca, murmuré mientras me hidrataba con su olor, eso sí que es poesía.
Se alejó por el sendero de eucaliptos que seguía a la tranquera; y volvió unos minutos más tarde, acompañado de una nena de vestido violeta, estaban tomados de la mano. Me llevaron a cuestas, él por el hombro y ella sosteniéndome la cintura, atravesando juntos las sombras oblicuas de los árboles. Vi un caballo flaco arrancándole melodías a unos pastos mudos; a las ponedoras no fue necesario verlas, las escuché desde lejos. Y entonces el sincretismo se produjo, mi centauro y su caballo; mi cisne y sus gallinas. Algo él pareció intuir porque me habló de su tío Pichín, el capeador de gatos; Ahora lo va a ver en plena faena, me dijo, hay un gato colorado que no le deja dormir, lo tiene en la bolsa desde esta mañana. La imagen de Pichín el capeador me sustrajo de la poesía equina y empantanó mis nacientes versos, ¿Dónde está Pichín?, le pregunté, un tanto desesperado. Allá nomás, escuche el maullido bajo, el bicho ya debe estar cansado de pelearle a la arpillera, me respondió. Y entonces Pichín apareció como el rayo repentino del sol entre las nubes, colgando al gato de una rama, con una gillette en las manos. Oiga Pichín, le grité, ¿es necesario tanta crueldad para con el pobre animal?; Crueldad sería quemarlo o ahogarlo en un tacho, señor -me respondió- además Pichín sabe lo que hace, yo capaba ganado con los dientes, allá en el sur. Hubo incisión, acto seguido, y eran ahora mis piernas las que temblaban, sin cosquilleos brutales, sin álamos, sin enfermedad, sólo con dolor de bicho ajeno.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Caterva.

Recordó entonces la imagen dada por el peón:
-Es un chango flaco, color tierra, tremendos ojos, y dos pantallas de oreja.
Y no pudo menos que asimilarlo a un cachorro frágil, hueco de hambre, sucio por el desamparo y la orfandad.
De pronto, el arrullo de un cantito lo sobresaltó. Quedó suspenso. El arrullo vencía al lloro, apenas ya un rezongo nasal. La voz, transida de melancolía, se hizo neta. Marginaba el fastidio y se hundía en el pulmón de la cuna. Nunca había herido sus oídos una inflexión más lúgubre. Mas amanecida de ternura. Más caudalosa de ruego:
Dormite ligero
Mocoso de mierda:
Ya viene la aurora
pintando la sierra,
Ya ruempe la óidos
La búia ´e las bestias:
¡Dormite ligero
Mocoso de mierda!
Todita la noche
Teniendo la vela:
Culito morado
De orín y diarrea.
¿quién tiene coraje
P´alzar la cosecha?
¡Todita la noche
Teniendo la vela!
Con tant´amargura
saldré de la güeya:
me carga tu yanto
Jodido, sin tregua;
Me duele la vida
Sin paz ni querencia:
¡Con tanta amargura
saldré de la güeya!
Me dijo l´estinta
-¡Querélo, Pereira!
Ta bien, pero entonce
Caíate la jeta
Qu´estoy medio loco
De sueño y de pena
Pues dijo l´estinta
- ¡Querélo, Pereira!
Si fuese colono
Con auto y con renta
Tenrías de todo
Nenito miseria:
Nodriza redonda...
Pañales de seda...
¡Si fuese colono
Con auto y con renta!
Dormite ligero
Mocoso de mierda:
Dormite que yoro
Con lágrimas d´ella,
Pues yora al mirarte
Guachito en la tierra.
¡Dormite ligero
Mocoso de mierda!
De "Caterva", Juan Filloy.

martes, 11 de marzo de 2008

¿Y qué hacemos los Calvos, eh?




¿Saben ustedes que durante una tormenta el león le da la cara al viento para que su pelambre no se desordene? Yo hago lo mismo: doy la cara a todos los problemas, es la mejor manera de permanecer peinado.



Leopoldo Marechal.

domingo, 2 de marzo de 2008

Cuaderno.


“Querido Hernán, quisiera haber tenido más tiempo para poder dedicarte este cuaderno día a día como lo hice con Fernanda, con decirte que tuve la intención de romper el de ella para que nunca creas que existe diferencia alguna con los dos; pero sucede que son muy chicos y necesitan jugar y aprender y yo trato en lo posible de dedicar mi tiempo a disfrutar de ustedes y ustedes de mi atención y juego, sobre todo vos que querés todo el tiempo mis brazos; hoy por ejemplo Fernanda y Papá se fueron al campo para ayudar a Panchi a hacer el contrapiso de la casa y yo estoy sola con vos (que dormís) y lo dedico a escribir, yo no fui porque tengo mucha ropa para lavar (sobre todos tus pañales) y planchar y si no lo hago ahora (está amenazando lluvia) después no tengo ropa que ponerles.”

Hambre?


Y lo que leí ¿qué? Lo que leí quedo arrastrándose, formando algunas ideas un tanto pretenciosas, que nunca concretaron nada.
La biblioteca era marrón - era más un depósito de revistas y souvenires, que biblioteca- y bien al fondo, como queriendo esconderse, habitaban tres libros que dormían el largo letargo de los desconocidos. Había terminado la secundaria, no sabía qué hacer con la vida, y las noches pasaban largas y silenciosas. A veces me quedaba sentado en el sillón grande del comedor, a oscuras, un poco feliz, creo. Y no sabía qué hacer, cómo devorar el tiempo y las ganas – esas ganas del estómago que después se transformaría en cierta ansiedad dañina. Hay una convención entre lectores adiestrados, y es la de decir que algunos clásicos deben ser inevitables, que los clásicos abren puertas, boludeces por el estilo. Yo no sabía qué era un “clásico”, cuanto mucho imaginaba un piano, un hombre con peluca, un abanico, un teatro colmado, ¿la película Amadeus? De chiquilín, a veces miraba esa biblioteca de tres libros, y me llamaba la atención que hubiera alguien que pudiese llamarse Hedor (y lo estoy corrigiendo, porque en aquel tiempo pensé que Fedor era Hedor, o sea, recién había aprendido esa palabra y la confundía). ¿Una persona se llamaba algo como “mal olor”? Y mucho más atrás, recuerdo que pensé que ese libro era un biblia. Lomo marrón, ancho, anchísimo, y hojas finas, de esas que parecen que se van a incinerar solas con sólo pasarle el dedo. Y recuerdo bien, muy bien, que una noche el cuerpo solo se me arrastró hasta ese libro. Nadie lo había leído. Creo, no miento, que en mi vida hasta ese momento había leído unos ocho o nueve libros para grandes, enteros. Los de la secundaria, seguro, El Túnel, algo de Casona, uno de un cura que se quemaba las manos y que nunca recordaré el nombre (mejor olvidar ciertas cosas), y García Márquez. Entonces lo bajé del estante de arriba –estaba tapado por cremas, un alicate, cosas así- y me reí un poco al leer el nombre del autor. Claro, no era mal olor. Y ese nombre no me significaba nada. Nada de nada, sólo ese pensamiento odorífero. Debe ser ruso, pensé
(Cosa curiosa: ahora que escribo recuerdo que ese libro decía Mimí. Y Mimí era una amiga de mi mamá. ¿Se lo habría regalado, o prestado? Mimí se murió. ¿Lo habrá leído?).
Decía que pensé que sería ruso, y no imaginé ningún siglo, ninguna corriente literaria, ninguna Siberia, ningún Karamazov. Y comencé a leerlo. ¿por qué los nombres de la ciudades se indicaban sólo con la primera letra?, sólo Dios lo sabría. Y seguí, durante varias noches, alimentándome el estómago con nombres propios imposibles de recordar. Tuve la sensación de no entender nada. Salvo la Culpa. Y la Fiebre. Y a un caballo muerto a latigazos en una calle empedrada. Me creí atormentado. Y no hay nada más placentero que el tormento de mentiritas, ese que nos hace sentir un poco más trascendentales que el resto que juega a la pelota y sale a cortar el pasto – con el tiempo me daría cuenta también cuánto más trascendental es cortar el pasto por la tarde, y ser golpeado por alguna piedrita que dispara la hélice gastada.
Nunca pude saber de dónde salieron esos libros, una de las hipótesis barajadas en la familia fue que serían de mi abuelo –menos el de Mimí, por supuesto- que era el encargado de la biblioteca de un club de barrio, en Lomas de Zamora. Me acuerdo de ver a mi abuelo en la cama leyendo novelas policiales, la colección que ahora reconozco como “El Séptimo Círculo” y que se ven seguido en los saldos por dos pesos. Al lado de la cama de mi abuelo había un ropero grande, con un espejo frente al que jugaba al entrevistador, imaginando que ese espejo era una cámara de televisión. A veces lo veía abrir el ropero y elegir algún libro de los tantos que tenía desacomodados ahí adentro (como están los míos ahora, dentro de mi ropero). Pero a mi abuelo le gustaban los policiales, y en casa encontré una primera edición de Saer, y ¡oh, destino incomprensible!, un librito muy pequeñito, que casi rogaba no existir, de Macedonio Fernández. La voracidad me llevó a desvirgar esas hojas. Y la razón, a cerrarlas. Saer escribía sin puntuación. Macedonio lo imposible. Y yo quedé en ascuas, con una sed terrible, intentando aplacarla con libros de niñas presas y violadas –novelas muy setentas, llevadas en su mayoría al cine para calmar los apetitos de una sociedad hambrienta de imágenes “reales” de la perdición adolescente en la era post hippie.
A mi abuela la iba a visitar seguido. Caminaba las cinco cuadras desde la estación hasta su casa; y en la segunda cuadra mis ojos se desviaban hacia la vitrina de una librería, muy chiquita (y que sigue, hoy, a punto de sucumbir, frente al Hospital Gandulfo, también a punto de perecer) en la que me intimidaba ese señor de pelo largo, flaquísimo, con un pucho siempre en la boca, que custodiaba la puerta como un Cerbero las puertas del infierno. Siempre seguía de largo, y no me animaba a entrar porque, sencillamente, no sabía qué pedir. Pero un día que el flaquísimo no estaba en la puerta me decidí, junté plata no sé bien de dónde, y entré. Frente a la puerta había una estantería alta, con libros muy pegaditos, de lomo oscuro. Hice tatetí. Este y éste, le dije. Y me encontré en casa, por la noche, leyendo Rayuela y La Peste.
Había vuelto la trascendencia desgajada de aquella biblia marrón, pero redoblada en sonido y furia.
¿La razón de escribir esto? Ninguna, creo. Pero sigo un poco más.
Me enseñaron a contar, de todas las maneras posibles, pero sólo a contar. Las clases de filosofía eran en realidad de autoayuda, y en literatura se hacía lo que se podía. Nunca ni siquiera escuché nombrar a Platón, a Homero, creo que nunca leímos nada de Shakespeare. Recuerdo que mi compañero de banco tenía una obsesión, inentendible para mí, por Nietzsche. Me hablaba de mentiras, ocultamientos, máscaras, profundidades y abismos a los que yo no asomaba ni siquiera una uña. El se enfrentaba al abismo, sé que se enfrentaba al abismo con su espalda un poco encorvada, los hombros retraídos, la voz casi silenciosa de los que todavía no quieren hablar. El quería entender, y le preguntaba a nuestro preceptor estudiante de filosofía sobre el de los bigotes largos. “Ese era un loco” era la única respuesta que recibía. Quería saber algo más que legislación fiscal, pero lo dejaban en esa impotencia adolescente de no pedir más de lo que se puede dar. Tardé años en entenderlo. Como tardé años en entender algunos niveles simbólicos para los que no había sido amaestrado. Enfrentarme a ese infierno metafísico y parisino debajo del puente en Rayuela fue celebrar una victoria, completamente secreta, sobre los números que me mantenían flotando en las nubes de teoremas para mí estériles. Descendí, violento, a un mapa de cuerpos llagados, carcomidos por una peste brutalmente simbólica. Descendí a lo universal de la experiencia cotidiana de un exiliado emocional. Con esos dos libros elegidos al tatetí.
Tiempo después, y como si fuera un perro meando frente al dueño, compré El Aleph. Creo que esa fue la primera vez que compré con expectativa, con esa sensación de antes de despegar en un avión, ganas irreprimibles de que comience YA. Tenía en aquella época una agenda de Much Music, que la estrené copiando frases del cieguito –había visto un documental sobre él en el colegio, pero nunca lo había leído. Transcribí algo sobre la eternidad, por supuesto, sobre el tigre, la tortuga y el pasto que comió la tortuga.

El azar existe. Pero no podría comenzar a desplegar su órbita de cadenas prestadas si no fuera por esa mano que una noche se decide a tomar un vestido viejo, un arma de caza, un trago de más, un libro de Dostoievsky. Me pregunto por proporciones entre el azar y el resto de mí; me pregunto por responsabilidades de una biblioteca semi vacía o de mi hambre. Me pregunto porque quiero preguntarme qué hubiera sido de todo, qué caminos posibles habría habido en esas noches vacías. Surgen variables, por supuesto: mi prima y una noche en la costa bonaerense analizando el programa curricular de una carrera que todavía no termino; mi amiga al teléfono contándome dónde cursar; alguna sesión de terapia, de esas pocas que logran iluminarte. El azar, la cadena, surgió justo después de entender que Fedor no era un mal olor, y decidí leerlo. Todo lo demás ya es irrelevante, porque es camino trazado, lo inevitable de una creciente.
¿Y qué hacer con todo esto?, me había preguntado en un principio. Todos los libros que leí no pesan más que una pluma en mi cabeza. No hay que hacer nada, se sabe decir, por supuesto. No hay forma de comerciar esa gravidez tan llena de humo. Las únicas criaturas que pueden nacer serían los eternos abandonados, esos parias de los que nadie responde. Responsabilidad, tal vez, algún compromiso que surja de las entrañas.

Cuerpo, en definitiva.

jueves, 28 de febrero de 2008

Non Grata.




Una vez le pasé semillas de girasol por debajo de la puerta. Yo estaba en la casa de la tía, había ido a tomar la merienda con ella porque decía que le hacía bien mi compañía, que tan triste era su vida; y llamó mamá para avisarle que tenía que quedarme en su casa porque papá había tenido un accidente y tenía que ir a cuidarlo al hospital. Nada grave, me dijo la tía, lo tienen en observación por la dudas. Cuando ella hablaba con mamá por teléfono la escuché cuando bajó la voz, como siempre hacía cuando tenía que hablar de eso; era como una ceremonia familiar a la que uno se acostumbra, como no nombrar a algún pariente mal querido o no tocar las cosas de la abuela muerta que siguen juntando polvo en la habitación oscura. Bajó la voz para quejarse a mamá y decirle que no podía quedarme, que ella ya sabía cuál era la situación y que no tenía por qué ponerla en este aprieto con su sobrino preferido. Pero parece que mamá fue convincente porque al colgar y decirme lo de papá, la tía me dijo: “parece que hoy dormís acá”. Pero no sonreía. No quise que se sintiera incómoda y traté de componerme una cara de alegría cuando, en realidad estaba de lo más ansioso y asustado. Y sí, hay ceremonias familiares, esas que se van incorporando a medida que uno crece y no se cuestiona nunca; uno nunca se pregunta qué pasó para que no le hablen al tío mengano, es algo que se sabe desde siempre y que debe respetarse con el silencio. Y ahora me enfrentaba con el misterio, con esas voces bajitas que cuando aparecía se callaban y pasaban a otro tema; sólo algunas veces escuché fragmentos de diálogos entre la tía y mamá, cosas como: “... si sabés que la luz le hace mal, le salen las ampollitas” o “... se pasó toda la noche golpeteando”.

jueves, 14 de febrero de 2008

Museo del chisme.

Durante una campaña pacificadora en territorio ranquel, el gran escritor argentino del siglo XIX, improvisado militar para eludir una genealogía inoportuna, observa que muchos soldados y suboficiales satisfacen entre sí sus urgencias sexuales. Comenta el hecho con el médico del regimiento, quien, ignorando o subvalorando la cultura de su interlocutor, aduce como explicación ejemplos de la antigua Grecia. Impaciente, el hombre de letras y ocasional hombre de armas lo interrumpe: "Conozco mis clásicos. Lo que me intriga es la aceptación del dolor físico". Ante las explicaciones vagorosas, inconvincentes que recibe, prefiere hacer el experimento bajo la supervisación del médico. Llama a un edecán o a un soldado de guardia, lo conmina a "ponerse en condiciones" e, inclinado sobre una mesa, se somete a la prueba. Con voz indiferente va ordenando: "Entre", "Muévase", "Basta ya", "Retírese". Momentos más tarde, a solas con el médico, opina: "No le veo la gracia. Es como cagar al revés".

Fuente: Victoria Ocampo, París, 1975.

domingo, 10 de febrero de 2008

Bajo el sol.


Salgo al corredor y ahí me espera, inflamados los ojos de saltos que se aproximan, con el rabo agitado arrullando el pasto. “¡A los árboles!” le digo, y comienza su trote palpitante hasta el bosque de pinos que rodea la estancia. Detiene su recorrido cada veinte pasos, girando su cabeza dorada, asegurándose que la sigo en su camino. Bajo el sol la acompaño, intentando comprender su ansiedad, pensando “dame un poco de eso, dame un poco de ese sol que se te pega en la mirada”. La veo olfatear las agujas de los pinos, concentrada, aturdida por el olor de los pasos que las quebraron y las hundieron un poco más en la tierra mojada.
Seguimos camino hasta el claro, donde descansamos. Me siento y me mira perpleja, preguntándome con la mirada si es la hora de la pausa, “sí” le respondo, “sentémonos un rato a descansar” y se sienta a mi lado, mirando quién sabe dónde; hacia los ojos de las cosas, le murmuro, vos siempre atenta mirando a los ojos de las cosas.
Muerdo algunos pastos, buscando ese sabor imposible que ella disfruta. Me volvería loco, pienso, tanto olfato, tanto gusto, tanta alegría al ver al dueño, tanto sufrimiento al verlo alejarse. El dueño que no es “Dueño”, ni es “El”, ni es “Hombre”, es un poco más que eso, es una sensación pura que le hace temblar las costillas, que le hace intentar gritar un nombre que no existe, que es todo aroma, todo voz y sonido de pasos. El pasto es parte del entramado invisible de las cosas, que sólo ella conoce, y que le hace desear más pasto, más árbol, más barro para sus patas desnudas.

domingo, 3 de febrero de 2008

La excavación.


Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.
Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.



Augusto Roa Bastos.

domingo, 13 de enero de 2008

Jodorowsky.




Anomancia


Dándose cuenta de que los repliegues del ano eran tan personales como las líneas de la mano, inventó una nueva técnica adivinatoria. Sentaba al consultante, con las nalgas desnudas, en la fotocopiadora. La imagen anal así obtenida la inscribía dentro de un signo zodiacal. Hacía entonces una lectura del futuro extremadamente precisa. En las arrugas más profundas podía ver el pasado.





El más allá


De pronto, mientras pataleaba, se dio cuenta de que su ataúd era un huevo.




de Sombras al Mediodía, Alejandro Jodorowsky.

sábado, 5 de enero de 2008

Los Nombres.


Acercate, me dijo, acercate para verte mejor. Tenía un mazo de barajas en la mano, a las que revolvía nerviosa. La luz del techo le comía la cara con la sombra, esa palidez de lamparita cercaba los contornos de unas botas sin cordones, extraviadas cerca de la pava plateada que dormía recostada sobre el suelo. Acercate que la luz es débil, me volvió a decir acercándose ella unos pasos, trayéndome un poco de ese olor amargo de las flores del campo que se pelean por ser yuyos. Así te veo mejor las marcas, de cerquita, porque las marcas quieren esconderse como ladrón cobarde. Pero yo las veo, las marcas, de cerca, y se me descubren prepotentes. La luz comenzó a titilar y el gato me miró a los ojos, acariciándose la panza contra el piso de tierra. Ella detuvo el movimiento de las barajas y se llevó un dedo a los labios. Yo esperé asustado a que la luz volviera. Escuché a lo lejos el pitido de un tren, luego el silencio y el golpeteo de la higuera contra la ventana. Tenés la marca del dolor debajo de este ojo, me dijo, un mal parto, te habrás rasguñado al salir, desesperado. Y tu frente me cuenta esos caminos, me cuentan la fuga, y cómo marchaste sin encontrar nada, sólo polvo y más bifurcaciones. Para escapar hay que saber cómo volver, me susurró al oído, porque no sabemos no ser nada, como lo sabe el chimango o el crespín, y eso nos liga, y nos condena un poco también. Tu frente me grita el miedo de esta noche, tal vez de este mismo instante en que te miro, y me muestra los cardos que pisaste en el camino, me dibuja las estrellas que viste, la mancha oscura de un pájaro contra el cielo, la osamenta de un caballo hundido en una zanja, mi propia cara. Me tomó la mano, suave. Las marcas me hablan, repitió, y me dicen tu verdadero nombre, el que forma cada repliegue de tu carne, y que no existe en otro cuerpo más que en el tuyo. Leé cada uno de tus recuerdos como letras de ese nombre, mirá a la luna o a un vestido viejo y pediles una letra de ese abecedario que comparten con la mirada. Mirame a mí, sin miedos, que tengo una letra para darte.
El resplandor de la luna rebotaba sobre el cemento de la ruta, y el olor fresco del campo por la madrugada me hizo hinchar el pecho. Al cerrar la tranquera escuché el maullido cansado del gato colorado. Comencé a caminar en la penumbra, hacia la oscuridad que me ofrecía el camino al sur. Miré la luna que ya comenzaba su ocaso, miré mis zapatos gastados, los pastos que florecían de las grietas del asfalto. La ruta se perdía en la oscuridad, detrás de unos álamos altos. Mi nombre se perdió en aquel camino, pensé. Y me dirigí hacia el sur.

jueves, 3 de enero de 2008

Círculos.



Estoy indudablemente circunscripto en un círculo tenaz que sin embargo no se me ha metido totalmente en la carne, todavía; a veces lo siento más flojo, y creo que podría romperlo.


Hace poco cuando salía del ascensor a la hora acostumbrada, se me ocurrió que mi vida, con sus días más minuciosamente repetidos, se parece a esos deberes que se da como castigo a los escolares, donde tienen que repetir, según la ofensa, diez, cien , o más veces la misma oración, oración que por culpa de la repetición pierde todo sentido; sólo que en mi caso el castigo no tiene más limitación que ésta: “ tantas veces como puedas”.


de los diarios de Franz Kafka.