jueves, 28 de febrero de 2008

Non Grata.




Una vez le pasé semillas de girasol por debajo de la puerta. Yo estaba en la casa de la tía, había ido a tomar la merienda con ella porque decía que le hacía bien mi compañía, que tan triste era su vida; y llamó mamá para avisarle que tenía que quedarme en su casa porque papá había tenido un accidente y tenía que ir a cuidarlo al hospital. Nada grave, me dijo la tía, lo tienen en observación por la dudas. Cuando ella hablaba con mamá por teléfono la escuché cuando bajó la voz, como siempre hacía cuando tenía que hablar de eso; era como una ceremonia familiar a la que uno se acostumbra, como no nombrar a algún pariente mal querido o no tocar las cosas de la abuela muerta que siguen juntando polvo en la habitación oscura. Bajó la voz para quejarse a mamá y decirle que no podía quedarme, que ella ya sabía cuál era la situación y que no tenía por qué ponerla en este aprieto con su sobrino preferido. Pero parece que mamá fue convincente porque al colgar y decirme lo de papá, la tía me dijo: “parece que hoy dormís acá”. Pero no sonreía. No quise que se sintiera incómoda y traté de componerme una cara de alegría cuando, en realidad estaba de lo más ansioso y asustado. Y sí, hay ceremonias familiares, esas que se van incorporando a medida que uno crece y no se cuestiona nunca; uno nunca se pregunta qué pasó para que no le hablen al tío mengano, es algo que se sabe desde siempre y que debe respetarse con el silencio. Y ahora me enfrentaba con el misterio, con esas voces bajitas que cuando aparecía se callaban y pasaban a otro tema; sólo algunas veces escuché fragmentos de diálogos entre la tía y mamá, cosas como: “... si sabés que la luz le hace mal, le salen las ampollitas” o “... se pasó toda la noche golpeteando”.

jueves, 14 de febrero de 2008

Museo del chisme.

Durante una campaña pacificadora en territorio ranquel, el gran escritor argentino del siglo XIX, improvisado militar para eludir una genealogía inoportuna, observa que muchos soldados y suboficiales satisfacen entre sí sus urgencias sexuales. Comenta el hecho con el médico del regimiento, quien, ignorando o subvalorando la cultura de su interlocutor, aduce como explicación ejemplos de la antigua Grecia. Impaciente, el hombre de letras y ocasional hombre de armas lo interrumpe: "Conozco mis clásicos. Lo que me intriga es la aceptación del dolor físico". Ante las explicaciones vagorosas, inconvincentes que recibe, prefiere hacer el experimento bajo la supervisación del médico. Llama a un edecán o a un soldado de guardia, lo conmina a "ponerse en condiciones" e, inclinado sobre una mesa, se somete a la prueba. Con voz indiferente va ordenando: "Entre", "Muévase", "Basta ya", "Retírese". Momentos más tarde, a solas con el médico, opina: "No le veo la gracia. Es como cagar al revés".

Fuente: Victoria Ocampo, París, 1975.

domingo, 10 de febrero de 2008

Bajo el sol.


Salgo al corredor y ahí me espera, inflamados los ojos de saltos que se aproximan, con el rabo agitado arrullando el pasto. “¡A los árboles!” le digo, y comienza su trote palpitante hasta el bosque de pinos que rodea la estancia. Detiene su recorrido cada veinte pasos, girando su cabeza dorada, asegurándose que la sigo en su camino. Bajo el sol la acompaño, intentando comprender su ansiedad, pensando “dame un poco de eso, dame un poco de ese sol que se te pega en la mirada”. La veo olfatear las agujas de los pinos, concentrada, aturdida por el olor de los pasos que las quebraron y las hundieron un poco más en la tierra mojada.
Seguimos camino hasta el claro, donde descansamos. Me siento y me mira perpleja, preguntándome con la mirada si es la hora de la pausa, “sí” le respondo, “sentémonos un rato a descansar” y se sienta a mi lado, mirando quién sabe dónde; hacia los ojos de las cosas, le murmuro, vos siempre atenta mirando a los ojos de las cosas.
Muerdo algunos pastos, buscando ese sabor imposible que ella disfruta. Me volvería loco, pienso, tanto olfato, tanto gusto, tanta alegría al ver al dueño, tanto sufrimiento al verlo alejarse. El dueño que no es “Dueño”, ni es “El”, ni es “Hombre”, es un poco más que eso, es una sensación pura que le hace temblar las costillas, que le hace intentar gritar un nombre que no existe, que es todo aroma, todo voz y sonido de pasos. El pasto es parte del entramado invisible de las cosas, que sólo ella conoce, y que le hace desear más pasto, más árbol, más barro para sus patas desnudas.

domingo, 3 de febrero de 2008

La excavación.


Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.
Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.



Augusto Roa Bastos.