miércoles, 16 de abril de 2008

En la General Electric.


Martita, cansada de cantar boleros por pocas chirolas en una fonda de La Boca, aceptó ese trabajo en la General Electric. Aquel primer día se levantó más temprano para dar los últimos retoques a la tintura, para maquillarse sin excesos, para coser una punta del bretel que había descubierto roto la noche anterior. Llegó a la oficina sin escándalo, un poco tímida de mostrar su voz brillosa. Le presentaron al presidente de la General Electric, un morochazo bigotudo, de traje color cobre. Le presentaron las cuentas, navegó por los balances y cartillas de clientes toda la mañana.
Se acercó, por la tarde, al despacho del presidente. Y le preguntó:
-Señor Presidente, ¿desea una tacita de café?
-No, Martita, gracias –le contestó, sonriente, el Señor Presidente- el café me hace picar el ojete.

jueves, 10 de abril de 2008

El vestido.


Agarré el mate tibio con una mano temblorosa, ayudada por la otra que sostenía la muñeca. Pichín miró el movimiento, atento. Se rió y me señaló a la nena en el árbol, Míremela a la nena cómo vuela, me dijo. Ella volaba, efectivamente, sosteniéndose de las ramas flacuchientas de los eucaliptos; y el vestido rosado desacompasaba el baile, como si no estuviera hecho para vestir un cuerpo tan vivo, imposible de seguir sus movimientos. La deseé desnuda, bajo el foco letárgico de la luna. Bajáte, nena, le gritó Pichín, bajáte que asustás al señor. Quise explicarle que mis manos habían dejado de temblar, pera ya la nena se deslizaba hacia el camino de tierra. La vi arreglarse el vestido, acomodándolo de nuevo a los movimientos toscos de la caminata; con sus manos parecía pedirle perdón al vestido rosado. Mientras, el sol se enredaba un poco más entre la hilera de álamos que cortaba el horizonte. ¿Adónde va la nena?, le pregunte a Pichín. No sé, me respondió, nunca la seguimos. Devolví el mate. Y un caballo relinchó furioso, lanzándose a correr hacia ese sol ya apagado.

miércoles, 9 de abril de 2008

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Inmóvil; en mí. Impreso en la retina de mi memoria
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lunes, 7 de abril de 2008

Pasado.


No tenía paciencia para morir, como la tienen los viejos de caras duras. Me costaba morir porque lo esperaba a cada segundo. Y no pude volver a escribir, sólo alcancé a componer algún que otro verso descompuesto de rabia y ansiedad. Porque es imposible escribir bajo el influjo de la sangre que no deja de bullir debajo de los dedos.