viernes, 24 de octubre de 2008

Terror.

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"¡Esta pintura me mira!" gritó desesperada.
(Bajo órdenes precisas los guardias de seguridad del museo se le acercaron y le arrancaron los ojos)


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Santa Teresa.

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Todas las mujeres envidian los orgasmos de Santa Teresa. Pero lo que no saben es que Santa Teresa le envidia la Vuitton a, pongámosle, Susana Giménez. "Si hubiese existido en mi época, no me hacía monja" dicen que dice ella sentada parnasamente en el regazo de su macho pobre. Pero a veces se encapricha: "¡Traeme una Vuitton!", los otros escuchan que ella le grita. Y él, con su paciencia infinita, le clava el rayo de otro orgasmo celeste. Luego de acomodarse los setecientos siete pliegues de su falda, ella se va silbando bajito.


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El Tirolés.

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Seamos cordiales, trepanémonos las ideas. Pongámoslas en el jarro de monedas de la iglesia para que ellos lo vistan a Jesús como un tirolés encantador.



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Nebulosa "5"

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Él alarga el brazo y toca la nebulosa "5". La nebulosa lo agarra por el dedo y le da vueltas hasta descoyuntarle el brazo, la cadera, las piernas. La nebulosa es la nebulosa, y no hay que andar haciéndole cosquillas. "Y ahora quién te cura", le grita la madre escandalizada. Y piensa que tal vez no estuvo bien en enseñarle a su hijo que las nebulosas no existen.




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jueves, 9 de octubre de 2008

Titiana y Ercilia


Titiana se calza los patines de tela que Ercilia le confeccionó, para que no se arruine el parquet recién lustrado. Titiana arrastra suave los piecitos blancos para que no se le resientan las rodillas, que estropeadas las tiene de agacharse tanto en el devocionario tapizado de maíz. Mientras, Ercilia friega el ventanal, ya sin sentir el perfume de las lilas que la miran desde afuera, mientras escucha el fris fris de los patines recorriendo la planta baja. Cuando los pasos se detienen, Ercilia se responde que llegó la hora en que Titiana, como todos los días, obstaculiza el presente y refriega la cuenca oscura de los ojos del tiempo, proyectándose las diapositivas amarillentas enmarcadas sobre el aparador de la vajilla fina. “Las fotos del barco”, le había dicho una vez Titiana a Ercilia, “mirá qué bonitas las fotos del barco”. Colgaban sobre el aparador la foto del barco, y la del puente inglés, y la de una playa en San Esteban, juntando una mugre anónima que Titiana ya no alcanza a ver. Ercilia sigue fregando el vidrio en círculos, con papel de diario, mientras Titiana, en acorde justo, refriega sus lentes de carey marrón para que entre ella y la imagen sólo medie una transparencia –tal como entre Ercilia y las lilas de afuera. Pero Ercilia ya no distingue el perfume de las lilas, y por eso pueden ellas agazaparse entre las hortensias, los jazmines o la enredadera de flores rojas que cubre la pared del fondo, porque para Ercilia, por más transparencia que haya, las lilas ya dejaron de ser, perdiéndose en la reconcentración de un mismo aroma que se aplasta contra el vidrio. En cambio el barco, el puente y la playa tienen para Titiana la singularidad que podrían tomar las lilas si las viera un ojo invitado de otras regiones, y que no conociese el color lila de las lilas frescas. Entonces Titiana debe detenerse, clavar espuelas en los patines, y auscultar el quejido intermitente del recuerdo -que le retumba adentro-, tan violento como si el olor de las lilas frescas se decidiera a atravesar el vidrio para meterse a la fuerza en la boca y la nariz de Ercilia, y así quedar resonando, como el recuerdo de Titiana ante esas fotos colgadas sobre el aparador de la vajilla fina.
Pasan algunos minutos y Ercilia escucha nuevamente el fris fris de los patines de Titiana camino a la escalera; hace un bollo con el papel húmedo y, mientras mira hacia afuera, ve un abejorro negro posarse sobre esa hermosa planta de lilas, que tan cuidada la tiene doña Titiana.