lunes, 2 de febrero de 2009

Ya se tiran.

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Cuando le dijeron lo de los caballos no lo había creído, por supuesto, porque cómo creerle a las criadas de doña Herminia, que usaban esos turbantes amarillos en la cabeza y habían sido canjeadas por una rueda de carro y catorce naranjas. Cómo creerles, había pensado aquella vez, las fantasías escatológicas con las que le llenaban la cabeza cada vez que lo cruzaban camino al río frío y amarronado. Sin embargo hoy, ahora, lo duda, porque en su habitación se arremolinan las aguas que no dejan de chorrear de las canillas, enturbiando los objetos bajos con esa lenta oleada que crecerá hasta sumergirlos. Fue así de repente, no sólo la ducha, sino todo orificio comenzó esta chorreadura que ya hace horas no se detiene. Entonces desistió, ansioso por ver cómo cada espacio se trastornaba en la invasión: sobre las baldosas la corriente transportaba fósforos quemados, alguna galletita hinchada, la hoja infernal que le arrancó al Dante la noche pasada.
Al llegar a la habitación, la alfombra azul le devuelve la imagen de un arrecife deshabitado. Ahora mira sus uñas que ya son corales transparentes, aferradas a las plantas carnosas de los pies. Y entonces el caballo de madera se hunde, creando un pequeño embudo que le cosquillea la pierna, por pocos segundos. Recuerda a las criadas de Herminda, cuando le advirtieron sobre los caballos que se tirarían al río, sin razón. La repisa se inclina, arriba, y los caballos van cayendo uno a uno al agua fría y sucia.
Los caballos se tiran, piensa, sorprendido, con los pies y los caballos bajo el agua, con los turbantes reflejados desde una altura imposible, señalando el lugar hacia donde él ahora mira, desconcertado, y después ya no se oye nada.

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