miércoles, 13 de mayo de 2009

La Corriente.

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En el tubo se acuesta, el hombre, para que pase la corriente. Llega una, la sigue con los ojos, en vertical, tumbado frente a la corriente. La mano se electrifica, cruje, arrastrando hormigas muertas, mientras la correntada pasa.
El perro espera adelante, apoyando el ano en la tierra y polvo, mordisqueando la oscuridad, buscándole sabor. Tuerce el pescuezo al seguir la corriente que se entuba, de repente, apagando los crujidos. No entiende, nada, el perro; no intuye, ni concluye, el perro, nada. Atado espera, el perro, que le devuelvan el día.
La corriente coletea al salir, carraspea sinsentidos, y se va. Y la mano cruje, pesada, ahora, sobre el vientre, apisonando tierra sobre el botón desprendido.
El perro pelea al silencio a lengüetazos, limpiándose el ano, siguiendo al compás sus latidos. Pero levanta el pescuezo al sentir el tirón de la correa, atento, devolviéndose a la espera, en ansiedad. Al final, o al comienzo, de la correa, ve el fierro, nítido recortado contra el fieltro negro de la oscuridad del túnel. Huele todavía, ansioso, los olores del hombre, apenas corrompidos por la corriente, que lo ha comenzado a deslavar. Se acuesta a esperar.
El hombre espera, también, que la próxima corriente termine de deslavarlo. El perro será la señal, ha pensado, apostándolo de vigía en la entrada, clavándole la correa con el fierro amarronado, frente al túnel.
En la espera un olor se entromete, un cardo pisado, piensa, y el perro que gruñe. El olor queda, pero algo huye, junto al leve retumbar de la tierra contra su espalda; entonces triangula: olor, gruñido, retumbo. El perro vuelve los dientes al hocico, olvidado de signos, al reconocer de entre el olor verde el olor del hombre, cada vez más débil.
Cada vez más débil la mano vuelve a la tierra, crujiendo, electrificándose, arrastrando hormigas muertas, mientras la corriente vuelve a pasar. El hombre la sigue con los ojos, en vertical, tumbados sus huesos, lamiéndole, ella, el cuerpo.
El perro será la señal, ha pensado, una vez que me haya perdido el rastro. Como para despertarlo vuelve a rozar la correa, con el pie que ya apenas reconoce. El perro mueve el pescuezo, atento, al sentir el tirón de la correa, y ve el fierro, la oscuridad, pero apenas huele su hombre. Se lamenta con un quejido que sólo, también, es oscuridad.
El hombre sonríe, adentro.
Ninguno de los dos lamenta la pérdida de colores: uno la esperaba, el otro ni siquiera lamenta; entonces la negrura es plena y viva, inyectada en ellos, encañonada, metida la noche a presión con un embudo que siempre culmina en su carne, la de ellos, que esperan, testigos, sin lamentarse.
Con la última corriente el perro fija un esquema, la ley, frente al estímulo que se repite –la electricidad, la correa que tira-, y aúlla, estirando el pescuezo. Junto al aullido las manos crujen, arrastrando hormigas muertas, una vez más.
El perro ladra, ésa es la señal, al oler el vacío y el túnel.



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