viernes, 26 de junio de 2009

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Quien mide su amor en el horizonte.
Erra la noche.
Erra el día.

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Celeste Blanco

lunes, 1 de junio de 2009

Lamborghini - Perlongher

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Desgarro en el éxtasis del garrotazo. O como dice Lamborghini: “Paciencia, culo y terror nunca me faltaron”, como fórmula de la violencia remachada de deseo –y no en su inverso, la fórmula masoquista. Desgarro, violencia y violación de ese velo que descubre maquillajes impresos en la piel, que nunca se descorren, que insisten por permanecer como un deseo tatuado, como una marca de origen inexplicable que alimenta el ansia del garrotazo brutal.
Insertos en el engranaje violento de la Historia, las maricas, las locas, se detienen a pensar en la lógica de esa maquinaria, por qué ser el cuerpo triturado, podría ser una de las preguntas. O por qué aplastarse, por qué el terror de la fila de exterminio, por qué la existencia misma de la máquina. Y entonces los brillos comienzan su esplandecer ante el sofoco, como insurgencia espontánea, tal vez, pero también como alistamiento de tropa, como escuadrón de mecánicos que ven en sus manos la llave que podría desajustar alguna pieza de la maquinaria, dejándola que se precipite ante la pesadez de su propia estructura, que se desguace, que caiga sola.
(Mecánicos de mamelucos estridentes y baile acompasado, como dicta la imagen cristalizada que lleva al chiste, a la descarga de la mirada escandalosa que fácilmente se trueca en puño).
La letanía del macho, el discurso vacío –repleto, por otra parte, de palabras cortantes y sonantes, de autoridad- se presentifica en su violencia “bajo las matas/ en los pajonales/ sobre los puentes/ en los canales”, en los cadáveres de una gesta de falso patriotismo –romper el culo es vencer, pero es también matar- que se levantan como trofeos de una cruzada moral. Pero hay más que una afrenta de trasluz esfinterial, porque sujetar el culo es también sujetar el sujeto a la civilización, a la humanización de las buenas maneras. Por tanto los restos barbáricos quedan relegados a los peligros fatales de la jungla, a la errancia sexual que toma la forma de la caza, a la deriva por un espacio minado de lentes y objetivos: “La unión de los cuerpos, a menudo violenta, tiene ahí entre las moscas un sabor a ruina, y la ruina, un sabor sagrado. Hay en estos juegos desenfrenados todo un miasma de muerte, en medio del cual percibo, sin embargo una animación divina, una intensidad divina”. O bien: “Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas/ (tan derramadas, tan abiertas)/ y abriremos la puerta de calle al/ monstruo que mora en las esquinas”, como dice Perlongher.
Podríamos retomar una idea ya célebre: “La literatura nacional comienza con una violación” –aunque es intento, horror ante el desflore inminente- para revelar a la escritura -en un espacio donde la muerte se apresura ante la pérdida de la masculinidad- como el acto de consolidación de la identidad nacional en una masculinidad que debe permanecer intacta. La violencia más extrema se regocija en la penetración brutal, y una identidad va tomando cariz al asimilarse culo y terror como entidades inseparables. Por lo tanto, será cuestión de feminizar al amo, al macho: “Un general que agita los pendorchos/ y se entrega al de enfrente, saltando los tapiales/ es más mujer que hombre, es más mujer para ser hombre,/ hombre de más para mujer: un general,/ un artesano de la muerte/ Chupa, lame esta hinchazón del español.”
Devenir ellaél - élella en una pura sexualidad, en un deseo que no es que “no se atreve a decir su nombre” sino para el cual no hay nombre posible, desestabilizando así todo el programa social de configuración de géneros y sexualidades, que funcionan como sistemas de exclusión. El cuerpo, en este devenir sexual, encontrará su cifra en aquel lugar del horror, subvirtiendo esencias, transformándolo en bastión: “El cuerpo tiene un órgano metafórico/ es el lugar de todas las transmutaciones/ es el lugar poético por excelencia, el ano/ en el sentido que es el lugar/ donde el niño y la niña/ se encuentran todavía, subrayando todavía/ sin el corte,/ sin la diferencia de los sexos./ El lugar metafórico, el ano,/ mierda, niño, regalo, pene/ todo es intercambio”.
Y esos “devenidos”, los que vagan tremebundos por las obligadas alcantarillas de este deseo que es puro transcurrir, buscarán la forma de coagularse en un cuerpo más fuerte, que devuelva el garrotazo, porque, no hay que olvidarse que “en eso que empuja/ lo que se atraganta,/ En eso que se traga/ lo que emputarra,/ En eso que amputa/ lo que empala,/ En eso que ¡puta!/ Hay Cadáveres”.


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