jueves, 24 de junio de 2010

Lo que vos no viste.

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Vos no viste al pescador serruchándole la espina al pescado. Tampoco las escamas saltando por el aire, hasta la arena. No viste al pescador terminar de arrancarle la cabeza a ese pescado, para tirarla en el latón lleno de moscas. Te habías ido en bicicleta. Yo vi la choza del pescador y la balanza sucia. Vi la boca gigante, semiabierta, del pescado, moviéndose apenas ante cada golpe de serrucho. No cerraba los ojos, el pescado, como expectante. Oí el crujido de la espina rota, y después el quiebre, mientras te veía ya de lejos, en la bicicleta.

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viernes, 11 de junio de 2010

En espera.

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Bajo a la estación Loria, línea A. Son las 6 y 10 de la mañana y voy encapuchado, con la cabeza baja, intentando sacarme el sueño y el frío con golpes fuertes de los zapatos. Apenas hago los primeros pasos por el andén me resuena una voz monótona, cansada, pero que no para. Me saco la capucha y veo, parado sobre la línea amarilla, a un policía de panza y bigote, con mucha cara de dormido, hablándole a tres obreros sentados en un banco, con mochilas y pantalones con manchones de cal. Los tres lo miran como sorprendidos, pero no emiten palabra. El policía les habla sobre las medidas de seguridad, como una azafata, moviendo los brazos para los costados, mostrando las salidas. Recita frases archigastadas sobre la inseguridad y las medidas a tomar, siempre en el mismo tono monocorde; parece que los mira, pero no ve a nadie. Detrás de los anteojos se le ven los ojos rojos de sueño, y pareciera que habla sólo para no dormirse. Estoy por seguir camino cuando lo escucho decir: “… como dice el Libro de las Verdades”, y me detengo porque pienso que va a hablar sobre algún manual de instrucción para policías, y eso puede divertirme. Pero continúa: “… dejad que los niños vengan a mí”. Ahora sí veo que los tres sentados se pispean de reojo. “Si ven niños durmiendo en las estaciones, denúncienlos, que estamos para cuidarlos”, concluye. Recita teléfonos, y pide que confiemos en las fuerzas de seguridad, que trabajan para la ciudadanía. Viene el subte, va entrando en la estación, y el policía no se mueve de la línea amarilla. El tren pita la bocina antes de rasparle la gorra negra. Y se escucha una puteada que se aleja rápida. Los tres oyentes se levantan y suben, despacio, como si no quisieran alterar el orden de la mirada del otro, que sigue con la vista fija en el banco; el policía sigue imperturbable en la misma posición, rígido, autómata, a la espera.
Yo miro por la ventana mientras el subte se aleja: está solo en el andén, sobre la línea amarilla, moviendo los brazos hacia las salidas.

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