jueves, 29 de noviembre de 2007

Primer Síntoma


Escucho el silbido del barco a punto de zarpar, Quién lo hará pitar, me pregunto, y vuelvo a ver la sombra móvil que me cubre. Él está sentado en su banquito de plaza, un tanto enterrado en la arena arrugada. Se levanta y se acomoda la remera transpirada –no entiendo cómo puede transpirar con este frío que nos mata- y se saca, prolijo, los granos de arena atrapados en los pliegues del pantalón. Él se va y nos quedamos solos; ella me pregunta si me gustaría meterme al mar, Por supuesto que no, le respondo, Yo ya soy grande y el mar es diversión de chicos. Ella me mira con cara risueña, mordiéndose un poco los labios, enfocando la atención al pozo que nos ocupa. Y si sos grande por qué estás haciendo un pozo conmigo, me pregunta, Porque me hubiera gustado ser arquitecto, le respondo. No contesta, tal vez porque no sabe qué es ser arquitecto. Los arquitectos hacen edificios, no pozos, me dice un tanto seria, con la pala de plástico rojo en la mano, Si hicieran agujeros trabajarían en cementerios, concluye. Me levanto, odio sentir la humedad de la arena en los pantalones. La arena mojada no sale fácil de las manos y no quiero arrastrarlas por la ropa. No entiendo cómo hice para caer de nuevo en lo mismo, en esa sensación de malestar, casi tan total como el llanto de un bebé. La quiero culpar a ella, que sigue insobornable en su papel de nena que juega en la playa, y la culpo: Pendeja de mierda, murmuro, y me voy a sentar un tanto aliviado. Cuando era chico comía las almejas que salían del mar, no tenían gusto a nada, pero esa sola acción me autentificaba como chico extraño, algo que siempre quise ser y nunca logré. Ella cree que ser arquitecto es hacer edificios, pero no sabe que ser arquitecto es ser imposible, imaginario, es poder ser una idea que se destruye y vuelve a inventarse. No sabe que ser arquitecto es no ser yo, y es ser un poco ella. La miro, sentado en el banquito, y puedo odiarla un poco, con su pelo trenzado y oscuro, puedo odiar esas manos a las que no le importan nada y a esa piel que no se queja.
Por qué no habré nacido muerto, nos dijo él antes de levantarse e irse a caminar un poco haciendo sonar ruidosamente sus chancletas. Lo dijo en tono gracioso, y ella se rió, porque ella se ríe de todo lo que se dice, como si nada le importara. Y es que nada le importa, más que ese pozo que tan afanosamente lastima, y que ya parece la abertura última de una playa bombardeada. Si sale agua es la sangre de la playa que te dice que la mataste, le digo. Y ella se ríe, porque ya no cree mis imbecilidades. Te das cuenta que por tu culpa la playa se va a morir, le pregunto; ella deja la pala a un lado, me mira y me dice: Vos vas a morirte antes que la playa, mirá –me dice mientras señala al mar- para que se muera tendría que salir toda esa agua por este agujerito; y si lo hiciera, acá estaría el agua y allá una nueva playa, donde estarías vos sentado en un banquito. Me enfrentó a mi mismo nuevamente, quemándome en un sol inverosímil, hundiendo el mismo banco en otras arenas. Me levanté y le di la espalda al mar, deteniéndome en esos arbustos sucios que coronan la playa como nido de pájaros muertos. Lo vi a él acercarse a lo lejos, con la remera oscurecida en los sobacos y el chancleteo torcido. Lo vi acercarse lo suficiente a nosotros como para detenerse un instante y volver hacia atrás sus pasos, de vuelta a un camino repleto de nuestra ausencia, de mi voz crispada y de las trenzas que se desamarran. La miro a ella, miro su remera de ositos y veo los mocos que le cuelgan y que forzosamente intenta inhalar. Basta, le grito, Limpiate esos mocos, asquerosa, y ella se ríe, sacándoselos con la palita roja y llenándose toda la cara de arena mojada. Justo en diagonal a ella veo mi imagen de nuevo, sentado en el banquito sobre el mar, como dueño de un reino que no quiero y que temo, que me empapa, me enfría y me mata. Siento frío y doy algunos saltos. Ella se acerca y salta a mi lado, A qué jugamos, me pregunta, A que seguías haciendo el pozo mientras yo me cago de frío y esperamos al viejo de mierda, te parece, le digo. Y ella se ríe, como si le estuviera haciendo un chiste. Tal vez si te metieras en el pozo te divertirías, me dice. Ja! meterme en el pozo, mojarme los pies, como si fuera a salir renovado y alegre, como si el pozo fuera la esperanza de una nueva luz que quemara los grises y transfigurara esta playa en arenas de purpurina. Me voy a llenar de sangre, le respondo, Y no quiero ser cómplice de tu crimen.
Me vuelvo a sentar y veo mi reino, uno siempre es rey donde menos lo quieren, o donde uno menos quiere estar. Mi reino tendría que tenerme sólo a mi como ciudadano, y estar enclavado en lo alto de los montes tibetanos, tendría que carecer de esa horizontalidad infinita que, como el mar, intenta engullirme. La escucho llorar y le pregunto qué le pasa, Hay un pez muerto acá abajo, me dice, Es verdad que maté a la playa. Le vuelven a salir los mocos y se los limpio con la manga de mi buzo. La levanto en brazos y nos sentamos los dos en el banquito, le acomodo la trenza y le digo: Ves allá al fondo, donde el sol está por hundirse? allá comienza otra playa y hay una nena como vos haciendo un pozo; allá ese pez está vivo y cuando nosotros nos vayamos va a venir a rescatar sus huesitos de este pozo. Ahora no se ríe, Y esa nena qué hace allá? me pregunta. Bueno, le respondo, esa nena espera a su papá como vos, pero el padre de ella vuelve. Ella se ríe y regresa al pozo, esta vez, para comenzar a taparlo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

espero algun dia saber que es ser arquitecto.

beso.

pd: en tu foto de niño te como a mordiscones.

Emiliano dijo...

Me parece excelente. Quizá los que no sabemos nada de literatura cometamos la burrada de usar tu blog como un pasatiempo, o como una puerta de escape en una tarde forrada de libros de farmacología (pido disculpas). Igualmente, me dió muy buen resultado. Vuelvo a felicitarte.
Un abrazo.
Emiliano.