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jueves, 24 de junio de 2010

Lo que vos no viste.

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Vos no viste al pescador serruchándole la espina al pescado. Tampoco las escamas saltando por el aire, hasta la arena. No viste al pescador terminar de arrancarle la cabeza a ese pescado, para tirarla en el latón lleno de moscas. Te habías ido en bicicleta. Yo vi la choza del pescador y la balanza sucia. Vi la boca gigante, semiabierta, del pescado, moviéndose apenas ante cada golpe de serrucho. No cerraba los ojos, el pescado, como expectante. Oí el crujido de la espina rota, y después el quiebre, mientras te veía ya de lejos, en la bicicleta.

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viernes, 11 de junio de 2010

En espera.

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Bajo a la estación Loria, línea A. Son las 6 y 10 de la mañana y voy encapuchado, con la cabeza baja, intentando sacarme el sueño y el frío con golpes fuertes de los zapatos. Apenas hago los primeros pasos por el andén me resuena una voz monótona, cansada, pero que no para. Me saco la capucha y veo, parado sobre la línea amarilla, a un policía de panza y bigote, con mucha cara de dormido, hablándole a tres obreros sentados en un banco, con mochilas y pantalones con manchones de cal. Los tres lo miran como sorprendidos, pero no emiten palabra. El policía les habla sobre las medidas de seguridad, como una azafata, moviendo los brazos para los costados, mostrando las salidas. Recita frases archigastadas sobre la inseguridad y las medidas a tomar, siempre en el mismo tono monocorde; parece que los mira, pero no ve a nadie. Detrás de los anteojos se le ven los ojos rojos de sueño, y pareciera que habla sólo para no dormirse. Estoy por seguir camino cuando lo escucho decir: “… como dice el Libro de las Verdades”, y me detengo porque pienso que va a hablar sobre algún manual de instrucción para policías, y eso puede divertirme. Pero continúa: “… dejad que los niños vengan a mí”. Ahora sí veo que los tres sentados se pispean de reojo. “Si ven niños durmiendo en las estaciones, denúncienlos, que estamos para cuidarlos”, concluye. Recita teléfonos, y pide que confiemos en las fuerzas de seguridad, que trabajan para la ciudadanía. Viene el subte, va entrando en la estación, y el policía no se mueve de la línea amarilla. El tren pita la bocina antes de rasparle la gorra negra. Y se escucha una puteada que se aleja rápida. Los tres oyentes se levantan y suben, despacio, como si no quisieran alterar el orden de la mirada del otro, que sigue con la vista fija en el banco; el policía sigue imperturbable en la misma posición, rígido, autómata, a la espera.
Yo miro por la ventana mientras el subte se aleja: está solo en el andén, sobre la línea amarilla, moviendo los brazos hacia las salidas.

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jueves, 13 de mayo de 2010

Oniria.

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Me subo a un barco viejo, descascarado, con manchas de moho en las paredes, los vidrios rotos. Hace mucho calor. Camino por los pasillos esperando encontrar alguien conocido; sé que hay gente que yo conozco, pero no sé quiénes todavía. Entro y salgo por compuertas rotosas, como si fuera un túnel del que de repente salgo para ver el paisaje por el que atravesamos. Y el paisaje es selvático, puedo ver la espesura verde a los costados, el agua amarronada; un conjunto que me suena amenazante. La gente va y viene enfundada en toallas, y aprovecha las duchas de la cubierta que cuelgan como ramilletes oxidados y chorrean agua constantemente. Me siento dentro de una película norteamericana, under, de los años setenta, recorriendo el Missisipi, bajo una amenaza latente, inidentificable todavía. Hay silencio, no escucho nada en casi todo el sueño.Todo está ralentado: el trayecto lento del barco y la espesura que apenas se mueve; la gente que camina; la gente que se ducha con movimientos mínimos; mi andar por los pasillos interminables. Al pasar una de las compuertas encuentro gente sentada en pequeños bancos de madera, envueltos en toallas, y la luz entra sucia por los ventanales, por los vidrios amarronados de mugre. Me siento con ellos hasta que tres chicas exigen al grupo volver a cubierta para bañarse en el río. Vamos todos y yo quedo segundo en la fila; adelante mío la chica se saca la toalla y queda en bikini, dispuesta al chapuzón en esas aguas que ahora veo demasiado marrones, como de pantano. Seguimos camino por unos pasillos estrechos, como si fueran puentes colgantes, que terminan lamidos por el río, como si desaparecieran. Ella pisa una de las primeras maderas de ese puente y el puente se hunde un tanto, haciendo brotar el agua marrón por debajo, entre las hendijas de las maderas. Como un bote que se hunde el puente va cayendo lento. Yo estoy segundo y ella va desapareciendo tragada por el río. Alguien grita. Y entonces veo cómo un cocodrilo muerde con su mandíbula a la chica que se está hundiendo. Me meto al agua e intento agarrarla, la tomo de un brazo, y tiro, pero la presión del otro lado es demasiado fuerte. Giro la cabeza y veo justo a mi lado el ojo de otro cocodrilo. Muy lento me muerde el otro brazo. Yo pienso que no puedo morirme, menos comido por un cocodrilo, que seguramente voy a salvarme. Sería demasiado ridículo, eso pienso. Suelto a la mujer e intento zafarme, pero veo varios cocodrilos que se acercan lentos hacia mí. Ahora me muero, pienso. Me van a comer. Y de repente me tiran para abajo. Y todo sigue siendo lento, sin miedos, inevitable.

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domingo, 25 de abril de 2010

Escena.

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La escena, de tan trivial, desaparece en el mismo instante en que la veo. Tardo un tiempo en recuperarla, mientras subo al tren: desde abajo del andén, cerca del puesto de hamburguesas, el Polaco, el loquito de la estación que putea y grita agitando brazos y piernas, se detiene un momento, paralizando su euforia, para devolverle la mirada a la nena que, asustada, lo observa desde arriba. El la mira fijo, a la nena, quieto, muy quieto, mientras saca una moneda de su vaso de plástico y se la ofrece, estirándole la mano, sin sacarle nunca la vista de los ojos. La nena se asusta y llora, corre a meterse entre las tetas de la madre, que no entiende nada, y el Polaco, mientras vuelve a poner la moneda en el vaso, se vuelve a la boletería, gritando y golpeando los pies contra el suelo.

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martes, 13 de abril de 2010

Ultima entrada a Reta


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Alquilo una bicicleta y me voy para el sur. Una California Beach Commander violeta, livianísima. Lo tengo planeado desde el principio, desde que del micro pude ver esos campos de girasoles y esas arboledas tan desordenadas. En realidad lo tengo planeado desde mucho antes, ese perderme solo, por el campo. Una tarde, hace muchos años, en Buenos Aires, un amigo me mostró fotos de sus vacaciones y de una caminata acalorada por la llanura, y lo envidié. “Un calvario”, recuerdo que me dijo. Entonces llegué acá con esa idea fija: calor, transpiración y pasto. Lo único que tuvieron que decirme para que me convenciera de venir a Reta fue eso: “playa, y del otro lado, todo campo”. Ahora lo compruebo y noto que el paisaje pareciera que fue cortado a cuchillo: hacia un lado se extienden los médanos y el mar verde; hacia el otro un campo extenso y mudo. Enfilo entonces hacia allá con mi Beach Commander, camino a Copetones.
Me gustaría saber el nombre de los árboles, pero sólo reconozco a los álamos y eucaliptos. Voy por caminos de tierra hasta la salida de Reta, pero a partir de ahí el camino de ripio es imposible, un serrucho interminable me bate los sesos. Tomo entonces un camino que sale en diagonal a la ruta, cruzando campos bajos, sin sombras. Sigo derecho hacia no sé dónde, pero hacia el sur, estoy seguro. Después de un tiempo ya no veo nada en el horizonte: ya llegué, pienso.
Sigo pedaleando muchos, pero muchísimos minutos más y me detengo: ¿Sigo?
Sí, claro que sigo, por lo menos hasta que ese verde, silencio y tranquera me inmoviliza. Y me inmovilizo porque comienzo a sentir cierta intensidad, casi como si el camino fuera un nervio expuesto que en cualquier momento puede cortarse como un resorte. Tal vez hace mucho calor, y tanto silencio me perturba, porque me doy de cuenta que no se escucha nada, ni agitación de los pastos ni pájaros, lo más extraño. Me siento unos minutos en el camino, extrañado ante tanta estabilidad. Estoy dentro de una fotografía, pienso. No hay viento, carajo, y alguna que otra ave corta el cielo, muda. Decido seguir un poco más, así que me vuelvo a calzar la mochila y sigo pedaleando, sin rumbo. Sigo sin ver nada ni lejos ni cerca.
Giro entonces en un camino que se abre, minúsculo, bordeado de tranquera vieja. Pedaleo con fuerza entre pastos amarillos y me detengo nuevamente. A mi costado cuatro lechuzas, cada una parada en un palo de tranquera diferente comienzan a gritarme. Con sus cabezas vueltas hacia mí no cejan en el grito y aumentan a cada segundo el volumen. Veo que se acercan teros, corriendo desde no sé dónde y se unen a la gritería de las lechuzas.
No entiendo nada. De un minuto a otro todo vive -como un engranaje que recomienza su movimiento- y siento como si hubiera cruzado un espacio vedado, y me lo tuvieran que hacer ver. Entonces llega la amonestación del viento, que comienza a sonar violento junto a un cielo que se tapa de nubes. Huyo, para apartar el sortilegio. Pedaleo fuerte contra el viento, intentando reestablecer el equilibrio. Me persiguen los gritos ya débiles de los teros y las lechuzas, casi como si fuera una puteada que te rajan a lo lejos. Después de uno minutos, mientras la tranquera va desapareciendo de mi vista, el viento se calma, como si ya hubiera cumplido con su deber.
Comienzo a modelar pensamientos grandilocuentes: mierda, pienso, llegué, si no al corazón, al costillar de la naturaleza, a ese lugar que se esconde entre los repliegues del paisaje para pasar inadvertido, y para que nadie se detenga a indagar.
De vuelta a Reta evito los caminos que se abren de mi senda, dudosos. Al llegar al pueblo la gente me saluda, y todavía me pregunto con quién me confunden. Paso la gruta de los ahogados, el hotel viejo y la plaza tapada de hojas secas hasta llegar, por fin, al camping que cercan los médanos naranjas de esta hora de la tarde. Las chicas duermen siesta y me pongo a quemar unas ramitas para el agua del mate.

“Pasaste cerca de un nido”, me dice Rosaura, horas más tarde, lapidaria.

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viernes, 12 de febrero de 2010

El Juego.


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Jueves 21/01

Unos chicos juegan cerca, en el médano. Los tres más grandes trazan una línea en la arena y hacen formar a los más chicos en fila detrás de la valla. Suena atronadora la voz de la rubiecita más grande: "¡Los que están del otro lado no pueden entrar al boliche!" Los más chiquitos intentan convencer, argumentan que alguien los invitó, alguien que se esconde detrás de los médanos. Ella manda a uno a averiguar -no vaya a ser cosa que la engañen- y le pide a otro que la ayude con la seguridad, no vaya a ser que se le amotinen. Después de un rato los cuatro grandes desaparecen, y los tres chiquitos quedan solos sentados detrás de la línea. "Miren por dónde entran" dice uno rubiecito de no más de cuatro años. La nena se aburrió, y ahora juega a taparse las piernas con arena.
Salen los grandes de detrás del tamarisco, se abrazan en línea horizontal, como frente a un público. A la cuenta de tres se agachan y aplauden. Los chiquitos los miran sin reacción.

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sábado, 6 de febrero de 2010

La Noche.




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Martes 19.01

Me asombra que Reta me recuerde a las postales mentales que me traje el año pasado de Santa Teresa, Uruguay: el camino angosto y blanco hasta la playa, la arboleda que lo sigue, los médanos desparramándose a los costados. Antes de venir desarchivé aquellas postales, como para ponerme un límite: imposible que cualquier otra playa se le pareciera. Casi como recordar un primer enamoramiento, para imponerlo sobre la cara de los otros. Acá me encuentro, entonces, sobreimprimiendo imágenes, hasta que posiblemente las confunda, en el futuro. Nada es sagrado, y el aura de los paisajes nunca termina de completarse, son abertura y continuidad, por más que intentemos remarcarlas con los lápices que diseñan los recuerdos.
Ahora estoy ansioso por recorrer este camino hacia la playa por la noche. Sólo faltaría la luna llena (estamos en cuarto menguante, imposible) para que la imagen definitiva de Santa Teresa termine de fundirse. Bueno sería quebrar esos límites, como para no quedarse vagando por una sola playa.


Miércoles 20.01

Como calmó el viento nos quedamos hasta el anochecer en la playa. Ya esperaba ansioso porque comience a irse la última luz. Las estrellas comenzaron a puntuarlo todo, hasta parecer derretirse en un blanco continuo. Bailamos solos, los tres, hasta que los contornos se nos fundieron de repente, apagándonos. Volvimos por el camino blanco (pasan unos chicos que me invitan a un fogón, ahora, pero me niego). Volvimos por el camino blanco, entonces, y lo que esperaba ver me desilusiona. Porque lo blanco sólo puedo intuirlo: la luna no brilla, apenas es reborde fijo, débil; la arena tapa parte del camino. El resto parece como una remake deslavada, mucho más económica.
Sin embargo, las estrellas. Desacralizar por diferencia, no por superposición o semejanza. Siempre hay un elemento que con su diferencia modifica la valoración de otro, subiendo o bajándolo de nivel, hasta hacerlo parte del continuo de esos recuerdos-signo que nos escalonan –o jerarquizan- la experiencia.
Las estrellas y la risa, también, al ver a las chicas bailar como Michael Jackson, imitándole la caminata lunar en los médanos.
Valor actual: la letra de una canción de Luis Miguel, cantada por Rosaura, llega a fascinarme: me conmueve que no sea retorcida; habla. Luis Miguel cantado a la Rosaura puede sonar como un cover de los peores –mh, no sé- pero sin embargo es en esa diferencia en la que por primera vez escucho.

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miércoles, 27 de enero de 2010

Las Vacaciones.



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Todo puede comenzar cuando, tirados sobre el pasto y mirando la copa de los árboles, imaginamos la cara abigotada de algún personaje del pueblo. A partir de ese momento comienza una lógica, propia, de acontecimientos que nos vertebran los días. Sin tiempo, pero con todos los minutos de nuestro lado, la realidad se expande; todo, entonces, en el pueblo, se transforma en un complejo dispositivo de control: desde los bigotes volantes hasta el perro Charlie 4, que podría comerse un sumario por acompañarnos por las calles que no alcanzan los radares. Vigilancia a los treintañeros, decimos, que parecieron desaparecer, dejándonos entre el griterío adolescente y los berridos de bebé. Porque algo pasa en el pueblo de Reta, que los setenta y ochenta y picos se le niegan. Intentamos imaginar ese trasfondo, que nos lleva a los sótanos de esa casa enterrada entre los médanos (ver foto allá al costado), en la que los principales del pueblo cocinan la Metanfetarretina, que anula la percepción del otro-igual.
Así convertimos la estadía en una ficción especulativa, torciendo los sucesos, encontrando señas, códigos comunes. Podría decirse que cada viaje está atravesado por una sola historia que nos ayuda a contenerlo, para transformarlo en aventura. (Ahora se me vienen a la cabeza otros viajes e historias: el Jason Apoltronado en las Rutas de Sur; El Borracho que Da la Hora; Los Monstruos Bebé de Yavi.)
Y de repente, una noche, llega un citroen blanco destartalado, del que sale un circo ambulante: Los Parcas, dice el folleto que nos entregan. Una falla en el sistema de vigilancia, pensamos, y miramos el espectáculo más como un acto de resistencia que por diversión.
Ahora somos cuatro (Celeste, Nicolás, Joaquín, Hernán) mas el perro Charlie 4 al que le pesa la expulsión de la comunidad por haber seguido a quienes le regalaron un chorizo.
Somos cuatro y la estructura de nuestra historia crece exponencialmente; ya es casi como un Código Da Vinci retense: ni siquiera la ondulación de los médanos es azarosa, todo pasa a contenerse en nuestro esquema.
De repente, la seña esperada: entramos en un almacén cerca de la una de la madrugada, y un pibe de nuestra edad (¡Oh, sí!) nos invita, casi en un susurro, como con miedo a pifiarla, a un recital. Aceptamos, qué duda cabe, aunque con ciertas reticencias por la cara de nabo del almacenero.
Hacia allá vamos, cual legión extranjera atravesando territorio hostil, carcajeándole a la paranoia de mentiritas. Y ahí están, nuestros otros-iguales, en un reducto ruidoso y sofocante, como siempre. Parecería que respiramos aire fresco.
Algunas personas me saludan, me preguntan cómo estoy tanto tiempo, y yo me pregunto quién seré acá. Durante un ratito nomás, después bailo.
Nuestra ficción, ahora, es una épica silenciosa, que necesita memoria. Por eso legamos la cola de zorra -insignia- y nuestra historia.
Pueden pensar que somos cuatro pelotudos, pero eso qué nos importa.
Con Celeste nos despedimos del pueblo mientras cae granizo sobre los médanos -esto fue posta, eh- mientras el sol se queda bien pegadito allá arriba. Nos subimos al micro, y como en una platea preferencial, vemos el caos de la tormenta: rayos que se funden detrás de los caballos, vientos que agitan los girasoles hasta quebrarlos, el vapor exhalado por el camino.
Tenemos, de repente, la última imágen de nuestra historia: el pueblo, mientras nos alejamos , junto a nuestra historia, desaparece, bien a lo Macondo.
Nos dormimos.

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martes, 11 de agosto de 2009

El Chip.

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En el tren, domingo por la mañana, César chistea, de improviso, al señor que vende chips para celulares. Me asombro durante la transacción, tan desmedida me parece. Mientras lo guarda le pregunto si su celular está roto. Pero no, me cuenta que no sabe cuándo, pero que se va lejos. Tampoco sabe dónde. El chip es para cambiarlo apenas salga, para que nadie lo ubique. Incomunicación "casi" total, le digo, sonriendo. Pero esquiva mis preguntas, como si fuera a delatarlo. Va tras la ilusión de fuga, o de una regeneración en ausencia. Le tiro algunos lugares, pero como se muestra molesto de haber sacado el tema, me callo. Seguimos viaje, la mañana fría me hace arder los ojos. Yo me planto en algún recuerdo que no me hace bien y me sacudo, breve, mientras él mira por la ventanilla. Al llegar a Lomas lo saludo, y le deseo buen viaje.
A la semana lo cruzo, los dos pasando el molinete del subte. Todavía no sacó pasaje. Y el chip del celular no le funciona.

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lunes, 1 de junio de 2009

Lamborghini - Perlongher

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Desgarro en el éxtasis del garrotazo. O como dice Lamborghini: “Paciencia, culo y terror nunca me faltaron”, como fórmula de la violencia remachada de deseo –y no en su inverso, la fórmula masoquista. Desgarro, violencia y violación de ese velo que descubre maquillajes impresos en la piel, que nunca se descorren, que insisten por permanecer como un deseo tatuado, como una marca de origen inexplicable que alimenta el ansia del garrotazo brutal.
Insertos en el engranaje violento de la Historia, las maricas, las locas, se detienen a pensar en la lógica de esa maquinaria, por qué ser el cuerpo triturado, podría ser una de las preguntas. O por qué aplastarse, por qué el terror de la fila de exterminio, por qué la existencia misma de la máquina. Y entonces los brillos comienzan su esplandecer ante el sofoco, como insurgencia espontánea, tal vez, pero también como alistamiento de tropa, como escuadrón de mecánicos que ven en sus manos la llave que podría desajustar alguna pieza de la maquinaria, dejándola que se precipite ante la pesadez de su propia estructura, que se desguace, que caiga sola.
(Mecánicos de mamelucos estridentes y baile acompasado, como dicta la imagen cristalizada que lleva al chiste, a la descarga de la mirada escandalosa que fácilmente se trueca en puño).
La letanía del macho, el discurso vacío –repleto, por otra parte, de palabras cortantes y sonantes, de autoridad- se presentifica en su violencia “bajo las matas/ en los pajonales/ sobre los puentes/ en los canales”, en los cadáveres de una gesta de falso patriotismo –romper el culo es vencer, pero es también matar- que se levantan como trofeos de una cruzada moral. Pero hay más que una afrenta de trasluz esfinterial, porque sujetar el culo es también sujetar el sujeto a la civilización, a la humanización de las buenas maneras. Por tanto los restos barbáricos quedan relegados a los peligros fatales de la jungla, a la errancia sexual que toma la forma de la caza, a la deriva por un espacio minado de lentes y objetivos: “La unión de los cuerpos, a menudo violenta, tiene ahí entre las moscas un sabor a ruina, y la ruina, un sabor sagrado. Hay en estos juegos desenfrenados todo un miasma de muerte, en medio del cual percibo, sin embargo una animación divina, una intensidad divina”. O bien: “Por qué seremos tan perversas, tan mezquinas/ (tan derramadas, tan abiertas)/ y abriremos la puerta de calle al/ monstruo que mora en las esquinas”, como dice Perlongher.
Podríamos retomar una idea ya célebre: “La literatura nacional comienza con una violación” –aunque es intento, horror ante el desflore inminente- para revelar a la escritura -en un espacio donde la muerte se apresura ante la pérdida de la masculinidad- como el acto de consolidación de la identidad nacional en una masculinidad que debe permanecer intacta. La violencia más extrema se regocija en la penetración brutal, y una identidad va tomando cariz al asimilarse culo y terror como entidades inseparables. Por lo tanto, será cuestión de feminizar al amo, al macho: “Un general que agita los pendorchos/ y se entrega al de enfrente, saltando los tapiales/ es más mujer que hombre, es más mujer para ser hombre,/ hombre de más para mujer: un general,/ un artesano de la muerte/ Chupa, lame esta hinchazón del español.”
Devenir ellaél - élella en una pura sexualidad, en un deseo que no es que “no se atreve a decir su nombre” sino para el cual no hay nombre posible, desestabilizando así todo el programa social de configuración de géneros y sexualidades, que funcionan como sistemas de exclusión. El cuerpo, en este devenir sexual, encontrará su cifra en aquel lugar del horror, subvirtiendo esencias, transformándolo en bastión: “El cuerpo tiene un órgano metafórico/ es el lugar de todas las transmutaciones/ es el lugar poético por excelencia, el ano/ en el sentido que es el lugar/ donde el niño y la niña/ se encuentran todavía, subrayando todavía/ sin el corte,/ sin la diferencia de los sexos./ El lugar metafórico, el ano,/ mierda, niño, regalo, pene/ todo es intercambio”.
Y esos “devenidos”, los que vagan tremebundos por las obligadas alcantarillas de este deseo que es puro transcurrir, buscarán la forma de coagularse en un cuerpo más fuerte, que devuelva el garrotazo, porque, no hay que olvidarse que “en eso que empuja/ lo que se atraganta,/ En eso que se traga/ lo que emputarra,/ En eso que amputa/ lo que empala,/ En eso que ¡puta!/ Hay Cadáveres”.


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miércoles, 13 de mayo de 2009

La Corriente.

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En el tubo se acuesta, el hombre, para que pase la corriente. Llega una, la sigue con los ojos, en vertical, tumbado frente a la corriente. La mano se electrifica, cruje, arrastrando hormigas muertas, mientras la correntada pasa.
El perro espera adelante, apoyando el ano en la tierra y polvo, mordisqueando la oscuridad, buscándole sabor. Tuerce el pescuezo al seguir la corriente que se entuba, de repente, apagando los crujidos. No entiende, nada, el perro; no intuye, ni concluye, el perro, nada. Atado espera, el perro, que le devuelvan el día.
La corriente coletea al salir, carraspea sinsentidos, y se va. Y la mano cruje, pesada, ahora, sobre el vientre, apisonando tierra sobre el botón desprendido.
El perro pelea al silencio a lengüetazos, limpiándose el ano, siguiendo al compás sus latidos. Pero levanta el pescuezo al sentir el tirón de la correa, atento, devolviéndose a la espera, en ansiedad. Al final, o al comienzo, de la correa, ve el fierro, nítido recortado contra el fieltro negro de la oscuridad del túnel. Huele todavía, ansioso, los olores del hombre, apenas corrompidos por la corriente, que lo ha comenzado a deslavar. Se acuesta a esperar.
El hombre espera, también, que la próxima corriente termine de deslavarlo. El perro será la señal, ha pensado, apostándolo de vigía en la entrada, clavándole la correa con el fierro amarronado, frente al túnel.
En la espera un olor se entromete, un cardo pisado, piensa, y el perro que gruñe. El olor queda, pero algo huye, junto al leve retumbar de la tierra contra su espalda; entonces triangula: olor, gruñido, retumbo. El perro vuelve los dientes al hocico, olvidado de signos, al reconocer de entre el olor verde el olor del hombre, cada vez más débil.
Cada vez más débil la mano vuelve a la tierra, crujiendo, electrificándose, arrastrando hormigas muertas, mientras la corriente vuelve a pasar. El hombre la sigue con los ojos, en vertical, tumbados sus huesos, lamiéndole, ella, el cuerpo.
El perro será la señal, ha pensado, una vez que me haya perdido el rastro. Como para despertarlo vuelve a rozar la correa, con el pie que ya apenas reconoce. El perro mueve el pescuezo, atento, al sentir el tirón de la correa, y ve el fierro, la oscuridad, pero apenas huele su hombre. Se lamenta con un quejido que sólo, también, es oscuridad.
El hombre sonríe, adentro.
Ninguno de los dos lamenta la pérdida de colores: uno la esperaba, el otro ni siquiera lamenta; entonces la negrura es plena y viva, inyectada en ellos, encañonada, metida la noche a presión con un embudo que siempre culmina en su carne, la de ellos, que esperan, testigos, sin lamentarse.
Con la última corriente el perro fija un esquema, la ley, frente al estímulo que se repite –la electricidad, la correa que tira-, y aúlla, estirando el pescuezo. Junto al aullido las manos crujen, arrastrando hormigas muertas, una vez más.
El perro ladra, ésa es la señal, al oler el vacío y el túnel.



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lunes, 2 de febrero de 2009

Ya se tiran.

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Cuando le dijeron lo de los caballos no lo había creído, por supuesto, porque cómo creerle a las criadas de doña Herminia, que usaban esos turbantes amarillos en la cabeza y habían sido canjeadas por una rueda de carro y catorce naranjas. Cómo creerles, había pensado aquella vez, las fantasías escatológicas con las que le llenaban la cabeza cada vez que lo cruzaban camino al río frío y amarronado. Sin embargo hoy, ahora, lo duda, porque en su habitación se arremolinan las aguas que no dejan de chorrear de las canillas, enturbiando los objetos bajos con esa lenta oleada que crecerá hasta sumergirlos. Fue así de repente, no sólo la ducha, sino todo orificio comenzó esta chorreadura que ya hace horas no se detiene. Entonces desistió, ansioso por ver cómo cada espacio se trastornaba en la invasión: sobre las baldosas la corriente transportaba fósforos quemados, alguna galletita hinchada, la hoja infernal que le arrancó al Dante la noche pasada.
Al llegar a la habitación, la alfombra azul le devuelve la imagen de un arrecife deshabitado. Ahora mira sus uñas que ya son corales transparentes, aferradas a las plantas carnosas de los pies. Y entonces el caballo de madera se hunde, creando un pequeño embudo que le cosquillea la pierna, por pocos segundos. Recuerda a las criadas de Herminda, cuando le advirtieron sobre los caballos que se tirarían al río, sin razón. La repisa se inclina, arriba, y los caballos van cayendo uno a uno al agua fría y sucia.
Los caballos se tiran, piensa, sorprendido, con los pies y los caballos bajo el agua, con los turbantes reflejados desde una altura imposible, señalando el lugar hacia donde él ahora mira, desconcertado, y después ya no se oye nada.

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viernes, 24 de octubre de 2008

Terror.

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"¡Esta pintura me mira!" gritó desesperada.
(Bajo órdenes precisas los guardias de seguridad del museo se le acercaron y le arrancaron los ojos)


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Santa Teresa.

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Todas las mujeres envidian los orgasmos de Santa Teresa. Pero lo que no saben es que Santa Teresa le envidia la Vuitton a, pongámosle, Susana Giménez. "Si hubiese existido en mi época, no me hacía monja" dicen que dice ella sentada parnasamente en el regazo de su macho pobre. Pero a veces se encapricha: "¡Traeme una Vuitton!", los otros escuchan que ella le grita. Y él, con su paciencia infinita, le clava el rayo de otro orgasmo celeste. Luego de acomodarse los setecientos siete pliegues de su falda, ella se va silbando bajito.


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El Tirolés.

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Seamos cordiales, trepanémonos las ideas. Pongámoslas en el jarro de monedas de la iglesia para que ellos lo vistan a Jesús como un tirolés encantador.



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Nebulosa "5"

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Él alarga el brazo y toca la nebulosa "5". La nebulosa lo agarra por el dedo y le da vueltas hasta descoyuntarle el brazo, la cadera, las piernas. La nebulosa es la nebulosa, y no hay que andar haciéndole cosquillas. "Y ahora quién te cura", le grita la madre escandalizada. Y piensa que tal vez no estuvo bien en enseñarle a su hijo que las nebulosas no existen.




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jueves, 9 de octubre de 2008

Titiana y Ercilia


Titiana se calza los patines de tela que Ercilia le confeccionó, para que no se arruine el parquet recién lustrado. Titiana arrastra suave los piecitos blancos para que no se le resientan las rodillas, que estropeadas las tiene de agacharse tanto en el devocionario tapizado de maíz. Mientras, Ercilia friega el ventanal, ya sin sentir el perfume de las lilas que la miran desde afuera, mientras escucha el fris fris de los patines recorriendo la planta baja. Cuando los pasos se detienen, Ercilia se responde que llegó la hora en que Titiana, como todos los días, obstaculiza el presente y refriega la cuenca oscura de los ojos del tiempo, proyectándose las diapositivas amarillentas enmarcadas sobre el aparador de la vajilla fina. “Las fotos del barco”, le había dicho una vez Titiana a Ercilia, “mirá qué bonitas las fotos del barco”. Colgaban sobre el aparador la foto del barco, y la del puente inglés, y la de una playa en San Esteban, juntando una mugre anónima que Titiana ya no alcanza a ver. Ercilia sigue fregando el vidrio en círculos, con papel de diario, mientras Titiana, en acorde justo, refriega sus lentes de carey marrón para que entre ella y la imagen sólo medie una transparencia –tal como entre Ercilia y las lilas de afuera. Pero Ercilia ya no distingue el perfume de las lilas, y por eso pueden ellas agazaparse entre las hortensias, los jazmines o la enredadera de flores rojas que cubre la pared del fondo, porque para Ercilia, por más transparencia que haya, las lilas ya dejaron de ser, perdiéndose en la reconcentración de un mismo aroma que se aplasta contra el vidrio. En cambio el barco, el puente y la playa tienen para Titiana la singularidad que podrían tomar las lilas si las viera un ojo invitado de otras regiones, y que no conociese el color lila de las lilas frescas. Entonces Titiana debe detenerse, clavar espuelas en los patines, y auscultar el quejido intermitente del recuerdo -que le retumba adentro-, tan violento como si el olor de las lilas frescas se decidiera a atravesar el vidrio para meterse a la fuerza en la boca y la nariz de Ercilia, y así quedar resonando, como el recuerdo de Titiana ante esas fotos colgadas sobre el aparador de la vajilla fina.
Pasan algunos minutos y Ercilia escucha nuevamente el fris fris de los patines de Titiana camino a la escalera; hace un bollo con el papel húmedo y, mientras mira hacia afuera, ve un abejorro negro posarse sobre esa hermosa planta de lilas, que tan cuidada la tiene doña Titiana.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Secate el ojo

Secate el ojo, vuelve a decir la madre a su hija que “no es chef, es kinesióloga” y que, sin embargo, trabaja en la cocina de un hotel. ¿Secate el ojo? ¿hay una lágrima? Puede ser, la cara se esconde. El ojo gotea, mecánico, y no se sabe por qué, sólo se escucha la censura de la lágrima. Entendemos que es una gota que no debe estar, que afea el rostro de esa bella hija de su madre, o que puede trastornar el sabor de la comida de los huéspedes. O puede ser que le diga secate el ojo para ver mejor, o para que se te aclare el mundo de las posibilidades fallidas. Y aunque reprimida el agua brota; medida, pero irrepresable, remarcando la aridez de la cara vieja.
¡Secate el ojo!, porque nada es lo que debiera ser. Y la madre te ayuda a verlo

miércoles, 27 de agosto de 2008

Por la calle Colón.




Sentí el respiro de los árboles, las partículas deshechas de las semillas de paraíso navegando el aire, en exhalación. Caminaba por la calle Colón, preguntándome por qué no quería volver a casa. Era ese pulmón entramado en todas las cosas el que me sujetaba a la misma calle, como obligándome a que respire con él. Golpeé tu puerta, y te fui a esperar sentado en la parecita de adelante, por la que se colaba la enredadera que tu mamá insistía en estrangular. Miré el jacarandá de enfrente y me dio pena; pensé en una muerte. Yo tenía puesto un pantalón de vestir de invierno, y el calorcito del viento me incomodó, pinchándome las piernas. Y vos tardabas en salir, te estarás secando el pelo, pensé, un tanto fastidiado. Entorné los ojos –apagando el violeta del jacarandá- y el zumbido de un colibrí me arrastró a la rosa china, orgullo de la casa, blasón natural de la familia Fuentes. Pensé en el colibrí como escupitajo violento disparado de este gran pulmón congestionado. Otra exhalación, me dije, que no se sabe de dónde viene o hacia dónde va. Y la rosa china quedaba quieta, con un dolor rojo menos terrible que el del jacarandá, un dolor petiso, casi sonriente.
Abriste la puerta, trayéndome un poco de ese olor a cera vieja y fritura que alentaba cada rincón de tu casa. Me sonreíste y me dijiste que perdón, que te estabas secando el pelo. Yo guardé mis manos en los bolsillos, estirándome entero, diciendo no importa, un colibrí me saludó. Entonces fuimos a la heladería, y en el camino me contaste que tenías planeado un viaje a San Bernardo, apenas comience el calorcito, y que tu papá no quería más al perro en la casa, que le meaba el portafolio.

(Mientras te escuchaba imaginé al jacarandá enraizado en la arena de una playa rodeada de tamariscos, imaginé las flores arrumbándose junto a la espuma de la costa, con el mar fiero).

Te dije que el jacarandá me daba lástima, que tenía ganas de llorar. Pero ya llegábamos a la heladería y pedí chocolate amargo y frutilla al agua; lo tuyo no me acuerdo. “Cómo es lo del jacarandá” me preguntaste mientras emprolijabas el helado con la lengua, y yo te dije no sé, que era como que taponaba las arterias del día, y que no lo dejaba respirar; ¿no te diste cuenta que en la calle Colón se siente un respiro, y que justo en la puerta de tu casa se asfixia?, te pregunté. Nunca me había percatado, me respondiste, será que no te gusta esperarme.

Terminamos el helado en silencio, y todavía no quería volver a casa. Caminamos algunas cuadras más bajo los paraísos que entrelazaban sus ramas abovedando el asfalto. Agarré una ramita seca y mientras caminaba la hacía vibrar contra las rejas de las casas. Nos reímos y te saludé en la puerta de tu casa, dándole la espalda al jacarandá.


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martes, 19 de agosto de 2008

Culpables


La fina espuela metálica aguijó el costillar de la yegua, lanzándola hacia el bosque de abedules. El jinete cargaba el apuro de una última confesión, dirigida al ministro de dios anclado al otro extremo del bosque. En la carrera la yegua destrozó la cabeza de una serpiente sorprendida, y terminó de enterrar el cuello de un tero moribundo que no encontró razón para moverse. Un pichón caído del nido, imantado por el redoble constante del trote, desapareció bajo la vieja herradura. Entonces el jinete levantó los ojos al cielo, diciendo: “Perdónala, ella no sabe lo que hace”, sin detenerse a pensar quién era el verdadero culpable. Desde su fosa subterránea el diablo emitió un soplido –un soplido que, al atravesar la tierra desde el fondo, se transformó en palabra sonante-, y la palabra fue: “Detente”. La yegua clavó sus patas en el colchón de hojas rojizas, expulsando a esa espuela fuera de su lomo. Y la cabeza del jinete se partió al chocar contra la roca gris. Ella, por supuesto, tampoco se detuvo a pensar quién era el verdadero culpable.
La confesión llego tarde a manos del ministro, y como castigo quemaron al mensajero entre las hojas caídas de los abedules.