miércoles, 27 de enero de 2010

Las Vacaciones.



.
Todo puede comenzar cuando, tirados sobre el pasto y mirando la copa de los árboles, imaginamos la cara abigotada de algún personaje del pueblo. A partir de ese momento comienza una lógica, propia, de acontecimientos que nos vertebran los días. Sin tiempo, pero con todos los minutos de nuestro lado, la realidad se expande; todo, entonces, en el pueblo, se transforma en un complejo dispositivo de control: desde los bigotes volantes hasta el perro Charlie 4, que podría comerse un sumario por acompañarnos por las calles que no alcanzan los radares. Vigilancia a los treintañeros, decimos, que parecieron desaparecer, dejándonos entre el griterío adolescente y los berridos de bebé. Porque algo pasa en el pueblo de Reta, que los setenta y ochenta y picos se le niegan. Intentamos imaginar ese trasfondo, que nos lleva a los sótanos de esa casa enterrada entre los médanos (ver foto allá al costado), en la que los principales del pueblo cocinan la Metanfetarretina, que anula la percepción del otro-igual.
Así convertimos la estadía en una ficción especulativa, torciendo los sucesos, encontrando señas, códigos comunes. Podría decirse que cada viaje está atravesado por una sola historia que nos ayuda a contenerlo, para transformarlo en aventura. (Ahora se me vienen a la cabeza otros viajes e historias: el Jason Apoltronado en las Rutas de Sur; El Borracho que Da la Hora; Los Monstruos Bebé de Yavi.)
Y de repente, una noche, llega un citroen blanco destartalado, del que sale un circo ambulante: Los Parcas, dice el folleto que nos entregan. Una falla en el sistema de vigilancia, pensamos, y miramos el espectáculo más como un acto de resistencia que por diversión.
Ahora somos cuatro (Celeste, Nicolás, Joaquín, Hernán) mas el perro Charlie 4 al que le pesa la expulsión de la comunidad por haber seguido a quienes le regalaron un chorizo.
Somos cuatro y la estructura de nuestra historia crece exponencialmente; ya es casi como un Código Da Vinci retense: ni siquiera la ondulación de los médanos es azarosa, todo pasa a contenerse en nuestro esquema.
De repente, la seña esperada: entramos en un almacén cerca de la una de la madrugada, y un pibe de nuestra edad (¡Oh, sí!) nos invita, casi en un susurro, como con miedo a pifiarla, a un recital. Aceptamos, qué duda cabe, aunque con ciertas reticencias por la cara de nabo del almacenero.
Hacia allá vamos, cual legión extranjera atravesando territorio hostil, carcajeándole a la paranoia de mentiritas. Y ahí están, nuestros otros-iguales, en un reducto ruidoso y sofocante, como siempre. Parecería que respiramos aire fresco.
Algunas personas me saludan, me preguntan cómo estoy tanto tiempo, y yo me pregunto quién seré acá. Durante un ratito nomás, después bailo.
Nuestra ficción, ahora, es una épica silenciosa, que necesita memoria. Por eso legamos la cola de zorra -insignia- y nuestra historia.
Pueden pensar que somos cuatro pelotudos, pero eso qué nos importa.
Con Celeste nos despedimos del pueblo mientras cae granizo sobre los médanos -esto fue posta, eh- mientras el sol se queda bien pegadito allá arriba. Nos subimos al micro, y como en una platea preferencial, vemos el caos de la tormenta: rayos que se funden detrás de los caballos, vientos que agitan los girasoles hasta quebrarlos, el vapor exhalado por el camino.
Tenemos, de repente, la última imágen de nuestra historia: el pueblo, mientras nos alejamos , junto a nuestra historia, desaparece, bien a lo Macondo.
Nos dormimos.

.

No hay comentarios: