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domingo, 25 de abril de 2010

Escena.

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La escena, de tan trivial, desaparece en el mismo instante en que la veo. Tardo un tiempo en recuperarla, mientras subo al tren: desde abajo del andén, cerca del puesto de hamburguesas, el Polaco, el loquito de la estación que putea y grita agitando brazos y piernas, se detiene un momento, paralizando su euforia, para devolverle la mirada a la nena que, asustada, lo observa desde arriba. El la mira fijo, a la nena, quieto, muy quieto, mientras saca una moneda de su vaso de plástico y se la ofrece, estirándole la mano, sin sacarle nunca la vista de los ojos. La nena se asusta y llora, corre a meterse entre las tetas de la madre, que no entiende nada, y el Polaco, mientras vuelve a poner la moneda en el vaso, se vuelve a la boletería, gritando y golpeando los pies contra el suelo.

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martes, 13 de abril de 2010

Ultima entrada a Reta


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Alquilo una bicicleta y me voy para el sur. Una California Beach Commander violeta, livianísima. Lo tengo planeado desde el principio, desde que del micro pude ver esos campos de girasoles y esas arboledas tan desordenadas. En realidad lo tengo planeado desde mucho antes, ese perderme solo, por el campo. Una tarde, hace muchos años, en Buenos Aires, un amigo me mostró fotos de sus vacaciones y de una caminata acalorada por la llanura, y lo envidié. “Un calvario”, recuerdo que me dijo. Entonces llegué acá con esa idea fija: calor, transpiración y pasto. Lo único que tuvieron que decirme para que me convenciera de venir a Reta fue eso: “playa, y del otro lado, todo campo”. Ahora lo compruebo y noto que el paisaje pareciera que fue cortado a cuchillo: hacia un lado se extienden los médanos y el mar verde; hacia el otro un campo extenso y mudo. Enfilo entonces hacia allá con mi Beach Commander, camino a Copetones.
Me gustaría saber el nombre de los árboles, pero sólo reconozco a los álamos y eucaliptos. Voy por caminos de tierra hasta la salida de Reta, pero a partir de ahí el camino de ripio es imposible, un serrucho interminable me bate los sesos. Tomo entonces un camino que sale en diagonal a la ruta, cruzando campos bajos, sin sombras. Sigo derecho hacia no sé dónde, pero hacia el sur, estoy seguro. Después de un tiempo ya no veo nada en el horizonte: ya llegué, pienso.
Sigo pedaleando muchos, pero muchísimos minutos más y me detengo: ¿Sigo?
Sí, claro que sigo, por lo menos hasta que ese verde, silencio y tranquera me inmoviliza. Y me inmovilizo porque comienzo a sentir cierta intensidad, casi como si el camino fuera un nervio expuesto que en cualquier momento puede cortarse como un resorte. Tal vez hace mucho calor, y tanto silencio me perturba, porque me doy de cuenta que no se escucha nada, ni agitación de los pastos ni pájaros, lo más extraño. Me siento unos minutos en el camino, extrañado ante tanta estabilidad. Estoy dentro de una fotografía, pienso. No hay viento, carajo, y alguna que otra ave corta el cielo, muda. Decido seguir un poco más, así que me vuelvo a calzar la mochila y sigo pedaleando, sin rumbo. Sigo sin ver nada ni lejos ni cerca.
Giro entonces en un camino que se abre, minúsculo, bordeado de tranquera vieja. Pedaleo con fuerza entre pastos amarillos y me detengo nuevamente. A mi costado cuatro lechuzas, cada una parada en un palo de tranquera diferente comienzan a gritarme. Con sus cabezas vueltas hacia mí no cejan en el grito y aumentan a cada segundo el volumen. Veo que se acercan teros, corriendo desde no sé dónde y se unen a la gritería de las lechuzas.
No entiendo nada. De un minuto a otro todo vive -como un engranaje que recomienza su movimiento- y siento como si hubiera cruzado un espacio vedado, y me lo tuvieran que hacer ver. Entonces llega la amonestación del viento, que comienza a sonar violento junto a un cielo que se tapa de nubes. Huyo, para apartar el sortilegio. Pedaleo fuerte contra el viento, intentando reestablecer el equilibrio. Me persiguen los gritos ya débiles de los teros y las lechuzas, casi como si fuera una puteada que te rajan a lo lejos. Después de uno minutos, mientras la tranquera va desapareciendo de mi vista, el viento se calma, como si ya hubiera cumplido con su deber.
Comienzo a modelar pensamientos grandilocuentes: mierda, pienso, llegué, si no al corazón, al costillar de la naturaleza, a ese lugar que se esconde entre los repliegues del paisaje para pasar inadvertido, y para que nadie se detenga a indagar.
De vuelta a Reta evito los caminos que se abren de mi senda, dudosos. Al llegar al pueblo la gente me saluda, y todavía me pregunto con quién me confunden. Paso la gruta de los ahogados, el hotel viejo y la plaza tapada de hojas secas hasta llegar, por fin, al camping que cercan los médanos naranjas de esta hora de la tarde. Las chicas duermen siesta y me pongo a quemar unas ramitas para el agua del mate.

“Pasaste cerca de un nido”, me dice Rosaura, horas más tarde, lapidaria.

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viernes, 12 de febrero de 2010

1992, Puerto Piramide.


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Con la mudanza aparecen cosas inexplicables. Entre ellas una libretita ACME, de 40 hojas. Después de varias hojas escritas por mi prima, leo:

“Hoy es 13/11/92 y acabo de pasar la semana más feliz de mi vida.
La semana pasada fui con mis compañeros de colegio a Península Valdéz, Chubut, y desde el vamos estuvo perfecto.
El viaje de ida fue buenísimo, nos divertimos como nunca, Gonzalo llevó su guitarra y nos la pasamos cantando. Después nos pasaron una película “FX 2”, pero casi en el final me fui atrás con los chicos, porque estaba con María Noel y Mariela adelante, y Melgarejo estuvo payando.
Paramos en un restaurante casi a la 1 de la tarde y comimos, yo me quedé con Eduardo. Después a la noche volvimos a parar y María Noel me pagó un café, el restaurante se llamaba “El Cholo” y tenía una pantalla gigante donde pasaban “Grande Pá”. Estuvimos esperando como dos horas porque el micro se había roto. Nos quedamos sentados en el borde de la salida del restaurant, después fuimos a una calle que estaban haciendo.
Mariela me contaba cómo se veía con lentes de contacto.
Habremos dormido unas tres horas y nos despertamos, estuvimos jodiendo, y llegamos a Puerto Pirámide, era un paraíso, bajábamos por la ruta como en un pendiente y había una confusión de sierras y mar, era increíble.
Bajamos, buscamos lugar y ya nos desesperábamos por ir al mar. Habremos llegado a eso de las 11, y el Negro nos dijo que bajáramos y armemos las carpas. Teníamos planeado armar carpa con Cristian Benítez, Pablo Roel, Juan Pablo Moure, Pablo Letiz, Oscar Amoza y yo, pero estaba también Caride y no sabíamos qué hacer, entonces cuando vimos que no entrábamos Pablo, Juan Pablo y Oscar armaron otra carpa cerca nuestro, y nuestra carpa quedó con Pablo Roel, Cristian, Eduardo y yo.
La carpa la armamos boca abajo y todos nos cargaban.
Fue difícil armar la carpa porque estábamos boca abajo en un médano, por lo tanto abundaba arena y no podíamos clavar las estacas.
El lugar fue el más hermoso que conocí en mi vida, había como una bahía, después los médanos, arena y otros médanos.
(Croquis del lugar).
El paisaje era algo increíble.
Mariano nos dijo que había visto como ocho ballenas.
Con el Negro vi las primeras dos ballenas de mi vida.
Con Gonzalo y Marianito fuimos hasta la pirámide.
Me empecé a hacer muy amigo de Pablo, hacíamos todo juntos.
En la primera noche nos encontramos con la primera anécdota. Habíamos salido con los chicos a recorrer el lugar, éramos un montón. Habíamos llegado casi a los baños, pasamos por el restaurant y llegamos a prefectura; allí había un hombre y nosotros lo enfocamos con las linternas, entonces vino corriendo y nos hizo parar a todos y nos dijo:
- ¿Qué hacen a esta hora iluminando a la gente?
Nosotros no le contestamos y nos dijo:
- Acá la gente viene a descansar, y ustedes están molestándolos.
Y así siguió, entonces saltó Carolina Torrilla y le dijo:
- Escúcheme, Señor, nosotros no hicimos nada, sólo queríamos saber quién era.
- Bueno, pero es una falta de respeto.
Y Caro le dijo:
- No señor, no hicimos nada.
Entonces el tipo le dijo:
- ¿Me está enfrentando?
Y ella le dijo que no, entonces el tipo le pidió los documentos y ella le dijo que los tenía en el campamento, entonces el tipo le dijo:
- Queda detenida, y prosigo a leerle los derechos.
Entonces le sacó la linterna a Juampi y empezó a leer.
- Averiguación de antecedentes, derecho a quedar callada.
La alumbró y le dijo:
- ¿Sigo, sigo?
Y ella le contesto:
- Sí, por mí, siga.
Entonces Pablo saltó y lo convenció. Todos medio que nos asustamos: ¡menos ella!”

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El Juego.


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Jueves 21/01

Unos chicos juegan cerca, en el médano. Los tres más grandes trazan una línea en la arena y hacen formar a los más chicos en fila detrás de la valla. Suena atronadora la voz de la rubiecita más grande: "¡Los que están del otro lado no pueden entrar al boliche!" Los más chiquitos intentan convencer, argumentan que alguien los invitó, alguien que se esconde detrás de los médanos. Ella manda a uno a averiguar -no vaya a ser cosa que la engañen- y le pide a otro que la ayude con la seguridad, no vaya a ser que se le amotinen. Después de un rato los cuatro grandes desaparecen, y los tres chiquitos quedan solos sentados detrás de la línea. "Miren por dónde entran" dice uno rubiecito de no más de cuatro años. La nena se aburrió, y ahora juega a taparse las piernas con arena.
Salen los grandes de detrás del tamarisco, se abrazan en línea horizontal, como frente a un público. A la cuenta de tres se agachan y aplauden. Los chiquitos los miran sin reacción.

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sábado, 6 de febrero de 2010

La Noche.




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Martes 19.01

Me asombra que Reta me recuerde a las postales mentales que me traje el año pasado de Santa Teresa, Uruguay: el camino angosto y blanco hasta la playa, la arboleda que lo sigue, los médanos desparramándose a los costados. Antes de venir desarchivé aquellas postales, como para ponerme un límite: imposible que cualquier otra playa se le pareciera. Casi como recordar un primer enamoramiento, para imponerlo sobre la cara de los otros. Acá me encuentro, entonces, sobreimprimiendo imágenes, hasta que posiblemente las confunda, en el futuro. Nada es sagrado, y el aura de los paisajes nunca termina de completarse, son abertura y continuidad, por más que intentemos remarcarlas con los lápices que diseñan los recuerdos.
Ahora estoy ansioso por recorrer este camino hacia la playa por la noche. Sólo faltaría la luna llena (estamos en cuarto menguante, imposible) para que la imagen definitiva de Santa Teresa termine de fundirse. Bueno sería quebrar esos límites, como para no quedarse vagando por una sola playa.


Miércoles 20.01

Como calmó el viento nos quedamos hasta el anochecer en la playa. Ya esperaba ansioso porque comience a irse la última luz. Las estrellas comenzaron a puntuarlo todo, hasta parecer derretirse en un blanco continuo. Bailamos solos, los tres, hasta que los contornos se nos fundieron de repente, apagándonos. Volvimos por el camino blanco (pasan unos chicos que me invitan a un fogón, ahora, pero me niego). Volvimos por el camino blanco, entonces, y lo que esperaba ver me desilusiona. Porque lo blanco sólo puedo intuirlo: la luna no brilla, apenas es reborde fijo, débil; la arena tapa parte del camino. El resto parece como una remake deslavada, mucho más económica.
Sin embargo, las estrellas. Desacralizar por diferencia, no por superposición o semejanza. Siempre hay un elemento que con su diferencia modifica la valoración de otro, subiendo o bajándolo de nivel, hasta hacerlo parte del continuo de esos recuerdos-signo que nos escalonan –o jerarquizan- la experiencia.
Las estrellas y la risa, también, al ver a las chicas bailar como Michael Jackson, imitándole la caminata lunar en los médanos.
Valor actual: la letra de una canción de Luis Miguel, cantada por Rosaura, llega a fascinarme: me conmueve que no sea retorcida; habla. Luis Miguel cantado a la Rosaura puede sonar como un cover de los peores –mh, no sé- pero sin embargo es en esa diferencia en la que por primera vez escucho.

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miércoles, 27 de enero de 2010

Las Vacaciones.



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Todo puede comenzar cuando, tirados sobre el pasto y mirando la copa de los árboles, imaginamos la cara abigotada de algún personaje del pueblo. A partir de ese momento comienza una lógica, propia, de acontecimientos que nos vertebran los días. Sin tiempo, pero con todos los minutos de nuestro lado, la realidad se expande; todo, entonces, en el pueblo, se transforma en un complejo dispositivo de control: desde los bigotes volantes hasta el perro Charlie 4, que podría comerse un sumario por acompañarnos por las calles que no alcanzan los radares. Vigilancia a los treintañeros, decimos, que parecieron desaparecer, dejándonos entre el griterío adolescente y los berridos de bebé. Porque algo pasa en el pueblo de Reta, que los setenta y ochenta y picos se le niegan. Intentamos imaginar ese trasfondo, que nos lleva a los sótanos de esa casa enterrada entre los médanos (ver foto allá al costado), en la que los principales del pueblo cocinan la Metanfetarretina, que anula la percepción del otro-igual.
Así convertimos la estadía en una ficción especulativa, torciendo los sucesos, encontrando señas, códigos comunes. Podría decirse que cada viaje está atravesado por una sola historia que nos ayuda a contenerlo, para transformarlo en aventura. (Ahora se me vienen a la cabeza otros viajes e historias: el Jason Apoltronado en las Rutas de Sur; El Borracho que Da la Hora; Los Monstruos Bebé de Yavi.)
Y de repente, una noche, llega un citroen blanco destartalado, del que sale un circo ambulante: Los Parcas, dice el folleto que nos entregan. Una falla en el sistema de vigilancia, pensamos, y miramos el espectáculo más como un acto de resistencia que por diversión.
Ahora somos cuatro (Celeste, Nicolás, Joaquín, Hernán) mas el perro Charlie 4 al que le pesa la expulsión de la comunidad por haber seguido a quienes le regalaron un chorizo.
Somos cuatro y la estructura de nuestra historia crece exponencialmente; ya es casi como un Código Da Vinci retense: ni siquiera la ondulación de los médanos es azarosa, todo pasa a contenerse en nuestro esquema.
De repente, la seña esperada: entramos en un almacén cerca de la una de la madrugada, y un pibe de nuestra edad (¡Oh, sí!) nos invita, casi en un susurro, como con miedo a pifiarla, a un recital. Aceptamos, qué duda cabe, aunque con ciertas reticencias por la cara de nabo del almacenero.
Hacia allá vamos, cual legión extranjera atravesando territorio hostil, carcajeándole a la paranoia de mentiritas. Y ahí están, nuestros otros-iguales, en un reducto ruidoso y sofocante, como siempre. Parecería que respiramos aire fresco.
Algunas personas me saludan, me preguntan cómo estoy tanto tiempo, y yo me pregunto quién seré acá. Durante un ratito nomás, después bailo.
Nuestra ficción, ahora, es una épica silenciosa, que necesita memoria. Por eso legamos la cola de zorra -insignia- y nuestra historia.
Pueden pensar que somos cuatro pelotudos, pero eso qué nos importa.
Con Celeste nos despedimos del pueblo mientras cae granizo sobre los médanos -esto fue posta, eh- mientras el sol se queda bien pegadito allá arriba. Nos subimos al micro, y como en una platea preferencial, vemos el caos de la tormenta: rayos que se funden detrás de los caballos, vientos que agitan los girasoles hasta quebrarlos, el vapor exhalado por el camino.
Tenemos, de repente, la última imágen de nuestra historia: el pueblo, mientras nos alejamos , junto a nuestra historia, desaparece, bien a lo Macondo.
Nos dormimos.

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lunes, 28 de diciembre de 2009

1983.


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Una vez que pasamos los carteles gigantes de Coca Cola que dan la bienvenida a Mar del Plata, mis viejos decidieron hacer un alto en una fonda cerca de la ruta para festejar año nuevo. Era 31 de diciembre de 1983, ya casi a medianoche, y no sé si llegamos a comer antes de que sonaran las doce. Mucho no recuerdo de esa noche. Pero en un momento descubrí cómo se podía hacer sonido con una botella de Crush. El espíritu festivo hizo estragos; me acuerdo de unos tipos parados en una mesa descolgando unas cacerolas para golpear; me acuerdo de mi papá enseñándome cómo raspar la acanaladura de la botella para que suene, imitando al hombre que había visto antes. Mucha alegría había en ese lugar, y creo que en un momento hasta pensé que eran todos amigos. Después, al grito de: “El que no salta es militar”, vi a ese tumulto levantarse en el aire al unísono, casi acompasados; o así es como elijo recordarlo. Todos los fin de año recuerdo ese festejo, más allá de que la importancia del hecho pude vislumbrarla mucho tiempo después. Y no puedo dejar de sentir nostalgia de esa alegría compartida.

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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Influencias.

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Una chica se acerca a la profesora, feliz, la alumna, de haber terminado la escuela nocturna. La profesora la abraza, la felicita, se le llena la boca de palabras dulces. Ante la pregunta de qué vas a hacer ahora, la chica responde que profesorado de lengua y literatura. Extasiada, la profesora le dice, mientras la chica se aleja, te va a ir muy bien, querida. Cuando la alumna cruza la puerta la miro a la profesora, sonriéndole. Con una mueca bastante desagradable, me susurra: ojalá, pobrecita.

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jueves, 17 de diciembre de 2009

Barthesbols.


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Mi abuela, en su demencia senil de ochenta años, además de salir por el barrio pidiendo comida, envolvía sus botellas de agua caliente con los apuntes de Barthes de mi prima.
El grado cero de la escritura o fragmentos de un discurso amoroso recubriendo la botella de ginebra Bols. Al pie de la cama, Roland, al fin en paz.


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lunes, 26 de octubre de 2009

Primer paso para un microemprendimiento.

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Hace unos días, al subir al subte en la estación Los Incas, me senté al lado de un tipo con facha sportiva (zapatillas aparatosas, jogging y chomba blanca) que leía unas fotocopias con un entusiasmo feroz, arrimando todo el cuerpo a la hoja. Me puse los anteojos y pispié un epígrafe:
“Es mejor pedir perdón después de hecho, que pedir permiso antes de hacerlo”
Y pensé que así, tranquilamente, con ese primer paso para un microemprendimiento, uno puede cagarle la vida a alguien sin agregarse culpas. Haciéndose el boludo, digamos.
El título decía: Curso de gestión y marketing para programas y clubes de tenis.

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jueves, 3 de septiembre de 2009

Música.

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Estábamos analizando la letra de una canción y, de repente, nos encontramos hablando sobre aquellas cosas que una vez vistas se nos quedan pegadas para siempre. Algunos hablaron de la cara de los muertos, de cómo esa imagen persigue y persigue sin tregua, hasta que algún día se va. Pero siempre con la amenaza de reaparecer. El que estaba sentado cerca de la ventana, -un pibe de veintipico, barrendero, que se pasa todo el tiempo de la clase cantándome canciones de Los Redondos para que se las interprete- levantó la mano y dijo que él se vuelve loco, se desespera, se angustia, cada vez que le tocan los talones. Todos nos quedamos mirándolo, esperando que explique ese misterio. “Yo estuve en Cromañón, ¿vió?”, dijo, y a mí se me desencajó la cara. En la corrida violenta hacia la salida, él sentía cómo la gente, desde el piso, le agarraba los talones, pidiéndole ayuda. Todavía ahora, nos contó, cuando se va a dormir, siente terror de que una mano lo agarre por debajo de la sábana.
Después del silencio, se rió. Y me preguntó qué pensaba que era el "Perro dinamita".

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miércoles, 12 de agosto de 2009

Parqué.

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Espero a mi tía en el primer piso de El Gato Negro, sector fumadores. No hay nadie, y me siento en una mesita, de cara a Corrientes. Va a llegar tarde, me avisa, mi tía. Y espero un poco más, total hace más de diez años que no la veo. Estoy ansioso, muy, por comenzar a hacer evaluaciones: cómo es su cara ahora, si habla como la recuerdo, si podré regenerar el vínculo. Mientras me fumo esa ansiedad de cara a Corrientes escucho un ruido extraño, muy cerca. Giro y veo a un tipo de rodillas, en el parqué, tirando hacia fuera las maderas. Está arrancando el parqué, sí, y metiendo la mano en el agujero. Se da vuelta y es Guillermo Franchella, que me quema, al mirarme, con esos ojos tan desencajados que tiene. Me hago el boludo y miro de nuevo hacia el ventanal. Lo sigo escuchando mientras arranca maderitas y mete la mano. Algo se le habrá perdido, que tan desesperado busca. Al rato se levanta y se va.
Llega mi tía, espléndida, y, a pesar de las trabas que exige la cordialidad, arremetemos en nuestras vidas. Después de un largo rato, yo soy el que mete mano en el pozo, arrancadas ya de una vez esas superficies que nos tapan, y busco imágenes trascendentes que puedan ligarnos aun más. Recordamos que nos vimos por última vez a causa de una muerte, y nos callamos un rato, buscándole al hecho una magnitud que tal vez ya no tiene. Entonces saco del fondo, iluminado, una tarde, y nos reímos. Cuando nos levantamos para irnos le muestro el agujero y le cuento lo de Franchella. Ella me dice que sí, que lo vio abajo, cuando llegaba, preguntando si alguien había encontrado, de casualidad, su celular. Me disgusta la sensación de pérdida del misterio. La realidad siempre resulta ser más trivial, económica.

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martes, 11 de agosto de 2009

El Chip.

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En el tren, domingo por la mañana, César chistea, de improviso, al señor que vende chips para celulares. Me asombro durante la transacción, tan desmedida me parece. Mientras lo guarda le pregunto si su celular está roto. Pero no, me cuenta que no sabe cuándo, pero que se va lejos. Tampoco sabe dónde. El chip es para cambiarlo apenas salga, para que nadie lo ubique. Incomunicación "casi" total, le digo, sonriendo. Pero esquiva mis preguntas, como si fuera a delatarlo. Va tras la ilusión de fuga, o de una regeneración en ausencia. Le tiro algunos lugares, pero como se muestra molesto de haber sacado el tema, me callo. Seguimos viaje, la mañana fría me hace arder los ojos. Yo me planto en algún recuerdo que no me hace bien y me sacudo, breve, mientras él mira por la ventanilla. Al llegar a Lomas lo saludo, y le deseo buen viaje.
A la semana lo cruzo, los dos pasando el molinete del subte. Todavía no sacó pasaje. Y el chip del celular no le funciona.

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domingo, 2 de agosto de 2009

Íntimo.

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Ayer, en una lectura de manos, me dijeron que no estaba en mi destino haber nacido (a lo que yo me pregunto, si no hubiera nacido de qué destino estamos hablando, ¿no?). Por lo que entendí las marcas en la mano izquierda indican ese destino, y las de la mano derecha lo que nosotros hacemos con esa suerte grabada. Todas las marcas en mi mano izquierda muestran imposibilidades, cerrazones triangulares, jaulas. Pero la derecha muestra los trazos como tajo, decidida a pelearle a esa líneas contrarias que se abren, se cruzan y se disuelven. La naturaleza, supuestamente, me dicen, me parió intuitivo, y el devenir me retrajo a una racionalidad de escalpelo. Hay viajes, me proyectan, y un potencial artístico que nunca voy a "explotar". Peleo, me interpretan, contra ese vacío predestinado, me agarro a las patadas con lo que no debería ser, y parece que la suerte se tuerce en ese empecinamiento.
Alguna vez mi vieja me contó lo jodido de su embarazo, cómo decidió tenerme y cómo lo único importante al nacer era saber si era "sano". Y nací, acá estoy, con las marcas de esa duda en las manos. De repente se me aparece todo bajo la oscuridad de esa marca inicial, de esas líneas en cruz que hasta parecen avergonzadas y se pierden de a poco en la ferocidad de las otras, rectas, que no dudan en asimilarlas. Sencillamente, pienso en ese gran NO inimaginable que un extraño pronuncia al mirame la mano. Masturbación mental, lo sé.
Voy a tener una vida muy larga, concluye la lectura. Y me suena casi como un capricho dirigido a no sé qué: "¡Tomá, para vos que ni siquieras creías que iba a nacer!"

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viernes, 17 de julio de 2009

10 de Julio.

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El perro se quiere subir a la cama. Hinchapelotamente me lenguetea estirando el cogote hasta mi cara; intento echarlo, pero insiste. Se sube a dormir conmigo y ya somos 4: él, yo, y sus dos cachorros. El viento mueve la persiana que no pude abrir y que me dejó a oscuras, lo demás, todo, en silencio. Estar en un lugar desconocido y lejos, solo, me abisma: apenas cierro los ojos -el cuerpo todavía despierto- me veo repetido en geografías cotidianas. Yo soy el que está allá, pienso, yo pertenezco a esos lugares. La imagen se extiende y se demora en detalles: me pongo un guante sobre Díaz Vélez; camino por Acevedo esquivando el tacho con fuego del que cuida los autos; miro una remera a rayas en una vidriera iluminada sobre Chacabuco. Estoy en esos otros espacios pero sin cuerpo, anulando la ilusión de multiplicidad. Abro los ojos y siento a los perros que se pelean por el lugar, yo corro las piernas hacia un costado para que entren todos. Estoy acá, afirmo.
Juana lloriquea en la pieza de al lado. Hace unas horas Claudio, el padre, me dijo que ella ya comenzaba a reconocerme. A ella el espacio todavía no le significa nada, bien podría estar en Neuquén o Singapur; pero me reconoce. Entonces estoy acá, afirmo.

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lunes, 13 de julio de 2009

Las Luces.


La luz de la mañana, en el sur, trastorna los paisajes hacia lo metálico. Una vez que la nebulosa rosada, de la primerísima hora, desaparece -que tiñe las montañas y las ovejas, la ruta y los álamos- llega esa luz que lo enfría todo, en un gris pálido que paraliza la visión. El asfalto, las señalizaciones parecen fragmentos juxtapuestos, irreales e irreconocibles por esta luz que nunca vi antes. Recorrí este paisaje en verano, otoño y primavera. Pero ahora no lo reconozco. Estamos en invierno. Este espacio no me responde nada, no me habla, está quieto en su mudez de acero. Me asombra la sensación de novedad: recorro este paisaje por primera vez, aunque habiéndolo andado muchas veces antes, hasta haber creído poder reconocerlo. Me divierte esa burla porque me obliga a una nueva percepción, fuera del registro con el que lo pensaba. Con una simple variación de la luz lo que creía conocido se disipa, así de sencilla es la cuestión.

Pero después entramos en San Martín de los Andes y sé que puedo reconocer elementos mínimos, y ahí están. Retomo el diálogo; la mayoría de las cosas no han cambiado.


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martes, 7 de julio de 2009

Los ángeles del Infierno.

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Celeste tuvo un mal día. Muy malo, demasiado perceptivo. Tan malo, que hasta me dejó hacer la comida. Agobiada se va a acostar, y yo me quedo viendo "Los ángeles del Infierno", de Howard Hugues, en la cinemateca de canal 7. Los actores, de tan idiotas, me cansan y decido irme a dormir. Pero doy vueltas en la cama, atado todavía a esa madeja que enredamos junto a las milanesas. Circunscribimos la experiencia a tres o cuatro conceptos, como para embutirla en algo que nos tranquilice, provisoriamente.
Pasan las horas y no me duermo, y en el momento en que giro el cuerpo hacia la cama de ella la veo sentada, mirándome, con una sonrisa que le ocupa toda la cara. Es sonámbula, ya lo sabía. "¿De qué te reís?", le pregunto. "De eso", responde, todavía mirándome. "¿De qué?", intento averiguar. "De ESO", me repite, enfatizando lo que no nombra. Entonces larga una carcajada, y se tira como peso muerto en la cama, nuevamente. Yo me río, y a los minutos me quedo dormido.

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domingo, 5 de julio de 2009

3 sueños.


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Mi prima más chica me cuenta que el viernes pasado soñó conmigo. Y que mi tío también, en la misma noche. Mercedes sueña con un pez que le dejan en la mano. Como no sabe qué hacer, lo mete en una licuadora con agua. De entre la gente que se amontona en su casa me ve llegar y me pide que la compañe a dejar el pez en el mar. Entonces salimos los dos, con el pez la licuadora y el agua, a buscar el océano en Lomas de Zamora.

Mi tío sueña que le regalan un auto de madera, pintado a pincel. Sabe que soñó conmigo, pero la relación no aparece, quedó sólo la sensación.

Y yo, esa misma noche, sueño: Estoy en Costa Azul, Uruguay, y el día está nublado y la playa vacía. Me meto en el agua para que la arena no me rasguñe. Pero al llegar a las rodillas quiero sumergirme y el agua me rebota, como si fuera de goma. Quedo con el cuerpo afuera y las piernas dentro del agua. Miro hacia la playa. A lo lejos, y entre la arena que se arremolina los veo a Leandro y a Gabriel, entonces respiro aliviado. Algo me grita, Leandro, que no alcanzo a oír. Gabriel sonríe, al lado, con su Montgomery pero en bermudas. Intento descifrar: Leandro me pide que no me olvide de ir a buscar el paquete de leña para la noche. Vuelvo hacia el agua y ahora sí: me meto entero. Pero cuando salgo a la superficie estoy en Montevideo. La playa está llena de gente y no reconozco a nadie. Hay mucha luz. Es un hermoso día de verano.


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miércoles, 1 de julio de 2009

Itinerario.

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Ayer fui a una reunión en la que no conocía a nadie. A los pocos minutos de llegado aparece un pibe, al que tampoco conozco, ajustado en un saco negro, y moderno. Mientras nos saludamos él se saca el abrigo, y creo reconocer un color, por debajo. Tiene puesto un sweater mío, sin dudas, verde loro con rayas naranjas. Observo entonces el mismo entramado, el mismo desgarrón debajo de la axila derecha. Lo compré hace 16 años, en Lomas de Zamora y él, creo, es de Colegiales. Me recordé adolescente, en búsqueda de color. El recorrido del pullover fue complejo, nos damos cuenta, tres personas lo usaron para llegar hasta ahí. Y concluído el itinerario volvió a aparecer, aunque ahora imposible de llamarlo mío. Lo miré como algo que ya dejó de ser, casi como en esos guiones oníricos actuado por gente desaparecida, que siempre se está alejando, que ya no pertenece a nuestros días. Podría haberle dicho al dueño que siempre quise coserle el tajo, o que lo elegí pensando en Freddy Krueger, a los quince años. Pero qué iba a importarle, si ya tenía otra historia.

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viernes, 26 de junio de 2009

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Quien mide su amor en el horizonte.
Erra la noche.
Erra el día.

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Celeste Blanco