viernes, 26 de julio de 2013

Diario de viaje a Bolivia I



.
6/1 Como si uno caminara entre los desechos de un circo abandonado; esa es la primera impresión que me produce Santa Cruz de la Sierra. Como si el movimiento frenético, la furia de los animales salvajes y el maquillaje de los actores escondieran una vida desapasionada y triste, hundida en los olores a barro y mierda. En Santa Cruz se tiene la sensación de que algo grandioso alguna vez estuvo ahí pero que ahora sólo queda un resto de escombros colorinches, un puesto de feria que se negó a seguir camino.
Caos vehicular; edificios de una arquitectura inverosímil, lamidos por una coloración que se escapan a cualquier lógica cromática. Eso también es Santa Cruz, estallando en la plaza central con ráfagas de luces multicolores y amontonamientos. Llegamos por la mañana con Belén y Lucrecia, a quienes conocimos en el bus que tomamos desde el aeropuerto. Paseamos por la plaza y anclamos en el Hotel Panamá, chorreados de fastidio y transpiración, luego de decepcionarnos con un viaje directo a La Paz. Ahora tenemos habitación con vista a un pelotero, en donde los chicos, hasta la madrugada, juegan y escuchan canciones de Roberto Carlos.  Me levanto dos veces por la noche para meterme bajo la ducha eléctrica que no funciona; hay algo que asfixia, que no deja respirar.
8.1 Salimos los cuatro hasta Sorata, por la mañana, después de un viaje de 24 horas, en el que no faltó el terror. La Paz no recibió con un frío polar, como para remarcarnos esa diferencia tan profunda con Santa Cruz, como si no quisiera tener nada que ver con ella. Cerca del cementerio en lo alto tomamos un pequeño micro hacia Sorata, compartiéndolo con Cholas que duermen con la cabeza en alto, que no roncan, que no cabecean, que me suenan a roca viva. Sorata es verde; curvas verdes. El pueblo está anclado en un valle y se extiende hacia abajo, cayendo en picada desde la plaza central hasta el río que la atraviesa con furia. Llegamos por la mañana y nos alojamos en el Hostal Reggae, en una habitación para cuatro decorada con grafittis de los cuales una tercera parte eran fragmentos de canciones de Calle 13. De las casi cuarenta personas en el hostel sólo tres o cuatro no eran argentinos. Turismo etnológico. Vamos a conocer otras culturas, se dicen, y no salen de la habitación porque la resaca es siempre demasiado fuerte. Son libres, dicen, y ninguno se da cuenta de la suciedad que no se animan a limpiar en la cocina. Utilizan las ollas para cocinar sus cactus, pero se duermen antes y uno se los toma con el mate.  La facilidad de Lucrecia para entablar amistad nos reúne la primera noche en un truco con un pibe de Jujuy y otro de Tigre: no terminamos la partida, se fueron a buscar chicas chilenas que vagabundean en la plaza. Son fáciles las amistades de viaje, e intensas, por lo poco que duran. Justo leo a Houellebecq que dice, en “Plataforma”: “En resumen, el turismo como búsqueda de sentido, con la sociabilidad lúdica que favorece, es un dispositivo de comprensión global, codificado y no traumatizante, del exterior y la alteridad”. Es evidente que nos aferramos a Lucrecia y Belén para introducirnos en esta “alteridad”, tan sobrecargada de referencias oscuras –¿a quién no le dijeron que tenga “mucho cuidado” al ir a Bolivia?- de una forma más subrepticia, como si estuviéramos acá desde allá, remarcando los códigos comunes, indicando diferencias con un lenguaje y un imaginario compartido, ante el cual el caos cede, y uno entonces  puede sentarse a tomar mates y jugar al truco sin miedo a que el exterior abrume.
El siete de enero comienza el viaje, con el descenso a la gruta de San Pedro, después de una caminata de tres horas, rodeando caminos de montaña con curvas y miradores que se miran solos, porque en mi cabeza se confunden en un mismo verdor, en una misma tierra sangre, un mismo pico nevado. Descendemos a la cueva y quebrantando las prohibiciones nos bañamos en las aguas heladas del lago subterráneo. Quiero seguir camino adentro, pero falta el oxígeno y los olores comienzan a ser cada vez más densos. La salida de la gruta debería continuar cierta metáfora de transformación, -tan literaria- pero sólo me deja la duda de saber si las aguas no estarían contaminadas. Pienso que nada, en lo que queda del viaje, podrá superar esta visión tan quieta y profunda: al acostumbrar los ojos a la oscuridad y comenzar a percibir el lago escondido, se recorta el perfil de una mujer en la orilla, sentada en el lomo de un cisne gigante, esperando a que lleguemos para ofrecernos una vuelta en su ave anfibia.
Somos de repente una síntesis de lo que vimos, una junta de colores y formas que perdieron su lugar y viven en una misma estampa detrás de los ojos

No hay comentarios: