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6/1 Como
si uno caminara entre los desechos de un circo abandonado; esa es la primera
impresión que me produce Santa Cruz de la Sierra. Como si el movimiento
frenético, la furia de los animales salvajes y el maquillaje de los actores
escondieran una vida desapasionada y triste, hundida en los olores a barro y
mierda. En Santa Cruz se tiene la sensación de que algo grandioso alguna vez
estuvo ahí pero que ahora sólo queda un resto de escombros colorinches, un
puesto de feria que se negó a seguir camino.
Caos
vehicular; edificios de una arquitectura inverosímil, lamidos por una
coloración que se escapan a cualquier lógica cromática. Eso también es Santa
Cruz, estallando en la plaza central con ráfagas de luces multicolores y
amontonamientos. Llegamos por la mañana con Belén y Lucrecia, a quienes
conocimos en el bus que tomamos desde el aeropuerto. Paseamos por la plaza y
anclamos en el Hotel Panamá, chorreados de fastidio y transpiración, luego de
decepcionarnos con un viaje directo a La Paz. Ahora tenemos habitación con
vista a un pelotero, en donde los chicos, hasta la madrugada, juegan y escuchan
canciones de Roberto Carlos. Me levanto
dos veces por la noche para meterme bajo la ducha eléctrica que no funciona;
hay algo que asfixia, que no deja respirar.
8.1
Salimos los cuatro hasta Sorata, por la mañana, después de un viaje de 24
horas, en el que no faltó el terror. La Paz no recibió con un frío polar, como para
remarcarnos esa diferencia tan profunda con Santa Cruz, como si no quisiera
tener nada que ver con ella. Cerca del cementerio en lo alto tomamos un pequeño
micro hacia Sorata, compartiéndolo con Cholas que duermen con la cabeza en
alto, que no roncan, que no cabecean, que me suenan a roca viva. Sorata es
verde; curvas verdes. El pueblo está anclado en un valle y se extiende hacia
abajo, cayendo en picada desde la plaza central hasta el río que la atraviesa
con furia. Llegamos por la mañana y nos alojamos en el Hostal Reggae, en una
habitación para cuatro decorada con grafittis de los cuales una tercera parte
eran fragmentos de canciones de Calle 13. De las casi cuarenta personas en el
hostel sólo tres o cuatro no eran argentinos. Turismo etnológico. Vamos a
conocer otras culturas, se dicen, y no salen de la habitación porque la resaca
es siempre demasiado fuerte. Son libres, dicen, y ninguno se da cuenta de la
suciedad que no se animan a limpiar en la cocina. Utilizan las ollas para
cocinar sus cactus, pero se duermen antes y uno se los toma con el mate. La facilidad de Lucrecia para entablar
amistad nos reúne la primera noche en un truco con un pibe de Jujuy y otro de
Tigre: no terminamos la partida, se fueron a buscar chicas chilenas que
vagabundean en la plaza. Son fáciles las amistades de viaje, e intensas, por lo
poco que duran. Justo leo a Houellebecq que dice, en “Plataforma”: “En resumen,
el turismo como búsqueda de sentido, con la sociabilidad lúdica que favorece,
es un dispositivo de comprensión global, codificado y no traumatizante, del
exterior y la alteridad”. Es evidente que nos aferramos a Lucrecia y Belén para
introducirnos en esta “alteridad”, tan sobrecargada de referencias oscuras –¿a
quién no le dijeron que tenga “mucho cuidado” al ir a Bolivia?- de una forma
más subrepticia, como si estuviéramos acá desde allá, remarcando los códigos
comunes, indicando diferencias con un lenguaje y un imaginario compartido, ante
el cual el caos cede, y uno entonces puede sentarse a tomar mates y jugar al truco
sin miedo a que el exterior abrume.
El
siete de enero comienza el viaje, con el descenso a la gruta de San Pedro,
después de una caminata de tres horas, rodeando caminos de montaña con curvas y
miradores que se miran solos, porque en mi cabeza se confunden en un mismo
verdor, en una misma tierra sangre, un mismo pico nevado. Descendemos a la
cueva y quebrantando las prohibiciones nos bañamos en las aguas heladas del
lago subterráneo. Quiero seguir camino adentro, pero falta el oxígeno y los
olores comienzan a ser cada vez más densos. La salida de la gruta debería
continuar cierta metáfora de transformación, -tan literaria- pero sólo me deja
la duda de saber si las aguas no estarían contaminadas. Pienso que nada, en lo
que queda del viaje, podrá superar esta visión tan quieta y profunda: al
acostumbrar los ojos a la oscuridad y comenzar a percibir el lago escondido, se
recorta el perfil de una mujer en la orilla, sentada en el lomo de un cisne
gigante, esperando a que lleguemos para ofrecernos una vuelta en su ave
anfibia.
Somos de repente una síntesis de lo que vimos,
una junta de colores y formas que perdieron su lugar y viven en una misma
estampa detrás de los ojos
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