12.1
Estamos en el patio de la pensión Samani, en Cusco, esperando a Belén y Diego
para coordinar la visita a Macchu Picchu. Como en todo viaje las cosas suceden
a una velocidad inalcanzable para la escritura. Llegamos ayer, a las seis de la
mañana, desde Copacabana, Bolivia. En el ir y venir de transportes, fronteras y
aduanas perdimos a Lucrecia y Belén y conocimos a Vico, Sole, Male, Diego y
Belén. Cruzamos la frontera Bolivia – Perú en una minivan y viajamos como si fuéramos egresados. Max,
el “coordinador” de la salida, varias veces tendría que haber repartido patadas
en el culo a un par de argentinos que remarcaban la viveza altiplanense. Y lo
único que dejaban en evidencia era su miserabilidad, su falta de respeto
absoluto, como si fueran una visita programada por el FMI. Pero antes de esto,
llegamos a Copacabana desde Sorata, bajo una niebla espesísima y no pudimos
dejar de deslumbrarnos con esta ciudad repleta de bares y mercados, que se
organiza como punto de anclaje para las expediciones a las diferentes islas que
decoran el Titikaka. No hay descripción posible para este lago porque es,
sencillamente, la belleza. Los pastos verdes de la orilla; las rocas colosales
que emergen como figuras retorcidas; las imposibles tonalidades del agua; las
islas que contorsionan las olas; el sol tembloroso de enero que contrasta las
embarcaciones. Al segundo día en Copacabana partimos en lancha hacia la Isla
del Sol –cuna del imperio incaico- y nos alojamos en una cabaña con vista al
lago, que cerca de las seis de la tarde nos despabiló con un frío hermético y
nos encerró por el resto de la tarde en la habitación en lo alto del cerro. Todo, desde la visión en lo alto, se detiene
a esa hora, imponiendo una pausa casi insoportable en la que sólo queda esperar
a que llegue el sueño. Intentamos cenar afuera, pero se nos congeló la comida
en la garganta. Esa misma tarde, bajo el sol resplandeciente, Ger lideró la
caminata a un templo incaico, por caminos de tierra, rodeando la isla. Dentro
de sus cavernas se guardaban las piedras oscuras de algún fuego sagrado. “Esto
parece Irlanda”, le digo a Ger. Al día
siguiente, con un francés perturbado –“¡Putain, Merde!”, repetía- y un berlinés
sexagenario partimos en una lancha privada hasta la parte norte de la isla.
Chaparrones y un frío que te quiebra las uñas. Como para despabilar el cuerpo
hacemos una caminata rápida por el pueblo; recorremos callecitas como
laberintos venecianos y terminamos frente a un paredón, en donde se velaban dos
cuerpos pequeños, en ataúdes violetas. Como si nos hubiéramos metido en la
entraña de un cuerpo ajeno, nos dimos la vuelta perturbados, sin querer
escuchar los lamentos que nos seguían desde el fondo del callejón. No dejo de pensar en malos presagios, al ver
lo ajeno a todo que están unos chicos tocando la guitarra en la playa. Como si
nadie más que nosotros se hubiera acercado a un nervio demasiado vivo, ajeno a
los turistas que deambulan con botellas de cerveza. Decidimos volver a
Copacabana, en un trayecto en lancha de casi cuatro horas, enfrentados a un
frío que sólo una noruega compañera de banco puede soportar con dignidad.
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