viernes, 26 de julio de 2013

Diario viaje a Bolivia II



12.1 Estamos en el patio de la pensión Samani, en Cusco, esperando a Belén y Diego para coordinar la visita a Macchu Picchu. Como en todo viaje las cosas suceden a una velocidad inalcanzable para la escritura. Llegamos ayer, a las seis de la mañana, desde Copacabana, Bolivia. En el ir y venir de transportes, fronteras y aduanas perdimos a Lucrecia y Belén y conocimos a Vico, Sole, Male, Diego y Belén. Cruzamos la frontera Bolivia – Perú en una minivan  y viajamos como si fuéramos egresados. Max, el “coordinador” de la salida, varias veces tendría que haber repartido patadas en el culo a un par de argentinos que remarcaban la viveza altiplanense. Y lo único que dejaban en evidencia era su miserabilidad, su falta de respeto absoluto, como si fueran una visita programada por el FMI. Pero antes de esto, llegamos a Copacabana desde Sorata, bajo una niebla espesísima y no pudimos dejar de deslumbrarnos con esta ciudad repleta de bares y mercados, que se organiza como punto de anclaje para las expediciones a las diferentes islas que decoran el Titikaka. No hay descripción posible para este lago porque es, sencillamente, la belleza. Los pastos verdes de la orilla; las rocas colosales que emergen como figuras retorcidas; las imposibles tonalidades del agua; las islas que contorsionan las olas; el sol tembloroso de enero que contrasta las embarcaciones. Al segundo día en Copacabana partimos en lancha hacia la Isla del Sol –cuna del imperio incaico- y nos alojamos en una cabaña con vista al lago, que cerca de las seis de la tarde nos despabiló con un frío hermético y nos encerró por el resto de la tarde en la habitación en lo alto del cerro.  Todo, desde la visión en lo alto, se detiene a esa hora, imponiendo una pausa casi insoportable en la que sólo queda esperar a que llegue el sueño. Intentamos cenar afuera, pero se nos congeló la comida en la garganta. Esa misma tarde, bajo el sol resplandeciente, Ger lideró la caminata a un templo incaico, por caminos de tierra, rodeando la isla. Dentro de sus cavernas se guardaban las piedras oscuras de algún fuego sagrado. “Esto parece Irlanda”, le digo a Ger.  Al día siguiente, con un francés perturbado –“¡Putain, Merde!”, repetía- y un berlinés sexagenario partimos en una lancha privada hasta la parte norte de la isla. Chaparrones y un frío que te quiebra las uñas. Como para despabilar el cuerpo hacemos una caminata rápida por el pueblo; recorremos callecitas como laberintos venecianos y terminamos frente a un paredón, en donde se velaban dos cuerpos pequeños, en ataúdes violetas. Como si nos hubiéramos metido en la entraña de un cuerpo ajeno, nos dimos la vuelta perturbados, sin querer escuchar los lamentos que nos seguían desde el fondo del callejón.  No dejo de pensar en malos presagios, al ver lo ajeno a todo que están unos chicos tocando la guitarra en la playa. Como si nadie más que nosotros se hubiera acercado a un nervio demasiado vivo, ajeno a los turistas que deambulan con botellas de cerveza. Decidimos volver a Copacabana, en un trayecto en lancha de casi cuatro horas, enfrentados a un frío que sólo una noruega compañera de banco puede soportar con dignidad.

No hay comentarios: