martes, 14 de diciembre de 2010

La buena comunicación.

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Hoy estuve solo todo el día. De hecho, ni siquiera hablé con nadie.
Me fui a la plaza a leer un rato, sentado en uno de los banquitos verdes de plaza congreso, frente a la fuente. Cerré el libro cuando un nene de dos años se me acercó por detrás, intentando cruzar la reja que separa el parque de los caminos de piedritas naranjas. Se ubicó debajo de mi banco y fue armando puchitos de piedras, que dejaba sobre el banco, metiendo la mano entre las maderas verdes. De abajo me miraba, sonriéndose, en cuero y con las patas sucias, la cara llena de mocos. Cuando terminó de armar los piloncitos de piedras se subió al banco y comenzó a tirarlas, creo yo que a las palomas, que, mucho más rápidas que sus movimientos, volaban furiosas apenas el nene levantaba el brazo. De a poco fui agarrando piedritas y tirando con él, que me señalaba la dirección a la que tirar. Hablaba en su propio idioma mientras señalaba todo lo que lo rodeaba, como si me lo estuviera presentando, como si yo fuera el invitado que no conoce el mundo, al que hay que explicarle que existen las palomas y las piedras, y que son indisociables. Después bajó y dijo, sorprendido, las primeras palabras de mi día: “Miá to”, y me estiró la mano abierto que tenía un botoncito rojo. Estaba más que feliz con el descubrimiento, pero le duró sólo unos segundos. Al rato yo le dije: “mirá”, y le mostré una bandada de palomas que se nos acercaba a vuelo rasante y que casi nos despeinan. El estiró las manos como para tocarlas y yo pensé en lo divertido que es ver el cielo en movimiento, ya sea con las palomas, los aviones, las nubes, o los fuegos artificiales. Celeste, mi amiga, cuando era chica, estaba convencida de que había un día al año en que el cielo se llenaba de cosas: globos aerostáticos, suelta de palomas, helicópteros, zeppelines, barriletes, y que era como una fiesta nacional. Estuvo convencida de eso hasta mediando la adolescencia, y se preguntaba por qué nunca había podido verlo. Estaba segura de que iba a llegar un día en el que saliera al balcón y viera todo cielo manchado de colores y movimiento.
En el parque jugaba una señora con su pastor alemán, que tanta cara de buenos tienen, y el nene, siempre medido en sus emociones, se puso a observar la ida y vuelta del perro con el palo. Mis movimientos dejaron de atraerle, superados por la agilidad del perro, que después de mirar fijo a su dueña exigiéndole seguir con el juego, disparaba hacia donde ella arrojaba el palito. El perro saltó la reja y el nene alucinó con ese salto, abriendo la boca de sorpresa. Sé que quiso imitarlo y, muy trabajosamente, con los movimientos calculadísimos, con su cuerpito minúsculo, cruzó la reja nuevamente, entrando al parque, mojándose las patas sucias, y me dejó sentado en el banco verde, frente a la fuente, volviendo a retomar la lectura.


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martes, 7 de diciembre de 2010

Clases de Lengua y Literatura

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“Bueno, qué puedo decir, aprendí mucho más que el año pasado, aprendí conceptos, incluso hasta me gusta sacar frases de los personajes de las novelas. Me divertí mucho este año, mejor que el año pasado, usted me entiende, siempre tan buena onda usted, hay poca gente así, siéntase orgulloso de eso”.
“Sé que cuando alguien me pregunte qué es el Estado de Alienación, lo voy a poder explicar”.
“Ya termina este año en el cual viví muchas cosas. La escuela como siempre un bajón terrible, hasta que llegaron las clases de lengua con usted. La verdad, lejos, el mejor tema fue el existencialismo. Es impresionante cómo me sentí identificado con ese tema. Pero sobre todo fue el valor que le puso a cada clase. Así que siga igual, profe. Es un profesor genial y una excelente persona. Suerte en su vida y si está el año que viene me gustaría que usted me diera la medalla”.
“La verdad me gustaron mucho sus clases. Estuvo bueno cuando nos dijo que podíamos cambiar el mundo. Te re banco, loco”.
“A mí me gustan sus camisas (y esa chomba)”
“Me gustó este año encontrar un profesor en el cual se podía confiar, aprender y también leer cuentos entretenidos, entre otras cosas, en las cuales se destacaba el silencio cuando él narraba algo”
“Me gustaron textos que leía y las películas que vimos, además de que me pareció interesante la materia ya que no la entendía muy bien y gracias a sus enseñanzas pude comprenderla”
. Muy buenos los libros menos La vida es sueño, fue bastante difícil de leer. Pero como profesor muy bueno”
“Aprendí a ver las cosas desde otro punto de vista”
“Estuvo bueno mirar pelis. Me gusta usted”
“A mí me gustaba cuando nos leía textos, porque se quedaban todos en silencio y se podía escuchar e interpretar lo leído”
“Me llevé la materia, pero estuvo bueno”
“Me caía bien porque escuchaba a Lisandro Aristimuño. Pero me llevé la materia a diciembre”
“Me gustó el buen trato profesor-alumno. Creo que es fundamental la buena comunicación y este año se cumplió muy bien, es un aspecto que está bueno, y lo pongo a favor. Otro punto a favor es que nos dio el espacio para poder hablar sobre temas ajenos a la materia, y su buena predisposición para ayudarnos. Gracias!!”
“Lo que más me gustó y me pareció muy buen tema para analizar y evaluarlo o razonarlo entre todos, fue el existencialismo. Me gustó mucho ya que me sentí tocada con ciertas cosas en ello (la creación de los propios valores, hacerse responsable de uno, la angustia, etc) Además se notó que este tema le gusta mucho porque puso más énfasis, en los demás temas también, pero en este se notó más, en la explicación. Sinceramente no tengo ninguna crítica con su trabajo, me pareció muy diverso y, lo que nunca me había pasado en lengua, la clara relación entre los temas”.
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lunes, 6 de diciembre de 2010

El agua.

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Andando en bicicleta por Haedo me viene a la memoria una imagen desterrada hace años. 23, para ser más preciso.
Es la primera vez que viajo sin mis viejos, me voy con una cantidad inmensa de pibes que no conozco a Córdoba, de paseo. Lo recuerdo bien ese viaje: las habitaciones inmensas repletas de catres, la música atronadora que nos despertaba por la mañana (villancicos españoles), el lavado de dientes en el agua fría del río que pasaba por detrás del complejo, cuando nos perdimos yendo a una caída, extrañar demasiado a mis viejos, el paseo por Villa Carlos Paz, el chico que fue agujereado por un enjambre de avispas, las competencias tirando piedras, un murciélago muerto, la fiebre y el dolor de panza que me hizo dietar con membrillo durante días.
Lo que recordé andando en bicicleta volvió de a poco, como si hubiera comenzado espiando por el pliegue de un cortinado que fuera corriéndose poco a poco: hay una pared de concreto con manchas de verdín; adelante, un riacho en el que juegan varios nenes; en la orilla, enfrentando la pared y el río, yo estoy sentado, sucio y con calor, contra un árbol. No sé qué me habrá decidido a tirarme al agua. No el calor, seguramente, sino intentar imitar la alegría que veo en los chicos que nadan. Creo que antes de tirarme escucho alguna advertencia. Una vez dentro me doy cuenta de que no hago pie, ni creo que lo vaya a hacer hasta varios metros más abajo. Entonces me sumerjo y conquisto la imagen: al abrir los ojos debajo veo, por primera vez en la vida, el agua verde. Estoy, de repente, atravesando lo verde y mis ojos se asombran, como si estuviera dentro de una gelatina de manzana. El verde es brillante, por la luminosidad del día que se cuela a través del agua. Habré sentido lo que después uno puede pensar como el impacto de la belleza, pero sin pensarlo, sin ninguna predisposición ni ánimo enciclopedista, ni siquiera intentando recordarlo como foto de viaje. Era ese agua verde, por primera vez, la única realidad en la realidad pero fuera de ella. Las imágenes descubiertas a esa edad se asimilan tan rápido como dura el impacto; las ansias de conocer superponen y esconden, transforman y desdibujan. Tal vez por eso el recuerdo del agua verde se haya disimulado tan rápidamente. La única pregunta que me hago es: ¿por qué andando en bicicleta por Haedo, cerca de las vías del tren, atravesando una calle de tierra llena de chicos jugando, con Román guiándome, después de 23 años, esa imagen me sorprende, me trastorna el ánimo, me hace sentir un pibito de 9 años, medio solitario y sucio, de nuevo?

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miércoles, 22 de septiembre de 2010

La Cara.

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De un tiempo a esta parte me tomé la nada sana costumbre de ir leyendo por la vereda. Siempre me digo: "un párrafo más, un párrafo más...", y así llego a casa, desde la salida del subte, cabizbajamente. La cuestión es que hace unos días, entre párrafo y párrafo, levanté la cabeza para no chocarme con el banquito del tipo que lustra zapatos en Avenida de Mayo, y mi mirada se cruzó con la de una chica que iba en sentido contrario. La reconocí de algún lugar, con su gesto, sus dientes. Pero ya era tarde para volver atrás -los pasos se fugan rápido cuando se quiere volver a casa- y además no hubiera sabido qué decirle. Intenté recuperar su imagen adecuándola a algún ambiente conocido, pero no hubo caso. Sólo podía verla llorando. Le cambié miles de escenarios detrás de su cara, pero en ninguna encajaba. La única imagen persistente era la de sus dientes sorbiendo un llanto exagerado. Tengo que confesar que todavía hoy estoy obsesionado por encontrarle lugar a esa cara desesperada. Se me aparece cada dos por tres, y cada vez es más fuerte la sensación de que la conocí en un momento traumático. Para ella, por lo menos, que tanto lloraba.

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martes, 31 de agosto de 2010

Click III




¿Qué será de la vida de Charli? ¿Seguirá en el exilio?

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martes, 20 de julio de 2010

La cajita feliz.


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El viernes voy al club Atlanta. Llego solo, no conozco a nadie. Doy unas vueltas por el club: paso por la barra del bar, paseo por las mesas en donde venden libros, muñecos, cuadros, fotos, hasta cajitas de fósforo decoradas. Lo inútil, que le dicen. Paseo un rato más, emponchado y esquivando las ráfagas de viento congelante que se cuelan por los vidrios rotos, debajo de las gradas de las tribunas. Cuando me detengo a mandar un mensaje, un tanto inmovilizado por las capas y capas de abrigo, un nene de unos 4 años se me para adelante, y me observa. Me mira serio, con una cajita feliz de Mc Donalds en las manos. Dejo el mensaje por la mitad y lo miro, un tanto intimidado. “¿Me cerrás la cajita?”, me pregunta. Tardo algunos segundos en reaccionar hasta que agarro la cajita e intento cerrarla. El nene me mira interesadísimo mientras yo le digo que es un sistema muy difícil, que no lo entiendo, y que además tengo el celular en la mano. Él no dice nada, sólo mira el movimiento de mis dedos manipulando las solapas de la caja. Como veo que le gusta verme con su cajita, me hago el que todavía no sé cerrarla, la doy vuelta varias veces, quedo como tonto y él se ríe. Cuando termino le digo que fue ardua la tarea, que pensé que no iba a poder hacerlo. Y como si su vida dependiera de eso, me mira un rato, bien fijo, y me tira un “graziaz”. Se va como llegó, pero dejándome con el celular colgando entre los dedos fríos.

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Refranes.

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Mi vieja y una amiga, en una reunión familiar, hablan sobre la salud de Cerati. Muy acongojadas tiran pronósticos, y se las arreglan como para que a uno le parezca que el cantante es parte de la familia. Todos escuchamos atentamente, alrededor de la mesa. “Parece que le pusieron un canción suya y le cayó una lágrima”, dice mi mamá. La amiga, que no puede estar más compenetrada en sus palabras, y que realmente siente la desazón, asiente afligida. Mi mamá intenta explicar: “Y claro, dicen que lo último que se pierde…”, “Es la esperanza”, completa la amiga, en yuxtaposición perfecta. “Mmmm, no –responde mi vieja- es el sentido auditivo…”
Frente a la carcajada general la amiga de mi vieja confiesa que siempre tuvo debilidad por los refranes populares.

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jueves, 24 de junio de 2010

Lo que vos no viste.

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Vos no viste al pescador serruchándole la espina al pescado. Tampoco las escamas saltando por el aire, hasta la arena. No viste al pescador terminar de arrancarle la cabeza a ese pescado, para tirarla en el latón lleno de moscas. Te habías ido en bicicleta. Yo vi la choza del pescador y la balanza sucia. Vi la boca gigante, semiabierta, del pescado, moviéndose apenas ante cada golpe de serrucho. No cerraba los ojos, el pescado, como expectante. Oí el crujido de la espina rota, y después el quiebre, mientras te veía ya de lejos, en la bicicleta.

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viernes, 11 de junio de 2010

En espera.

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Bajo a la estación Loria, línea A. Son las 6 y 10 de la mañana y voy encapuchado, con la cabeza baja, intentando sacarme el sueño y el frío con golpes fuertes de los zapatos. Apenas hago los primeros pasos por el andén me resuena una voz monótona, cansada, pero que no para. Me saco la capucha y veo, parado sobre la línea amarilla, a un policía de panza y bigote, con mucha cara de dormido, hablándole a tres obreros sentados en un banco, con mochilas y pantalones con manchones de cal. Los tres lo miran como sorprendidos, pero no emiten palabra. El policía les habla sobre las medidas de seguridad, como una azafata, moviendo los brazos para los costados, mostrando las salidas. Recita frases archigastadas sobre la inseguridad y las medidas a tomar, siempre en el mismo tono monocorde; parece que los mira, pero no ve a nadie. Detrás de los anteojos se le ven los ojos rojos de sueño, y pareciera que habla sólo para no dormirse. Estoy por seguir camino cuando lo escucho decir: “… como dice el Libro de las Verdades”, y me detengo porque pienso que va a hablar sobre algún manual de instrucción para policías, y eso puede divertirme. Pero continúa: “… dejad que los niños vengan a mí”. Ahora sí veo que los tres sentados se pispean de reojo. “Si ven niños durmiendo en las estaciones, denúncienlos, que estamos para cuidarlos”, concluye. Recita teléfonos, y pide que confiemos en las fuerzas de seguridad, que trabajan para la ciudadanía. Viene el subte, va entrando en la estación, y el policía no se mueve de la línea amarilla. El tren pita la bocina antes de rasparle la gorra negra. Y se escucha una puteada que se aleja rápida. Los tres oyentes se levantan y suben, despacio, como si no quisieran alterar el orden de la mirada del otro, que sigue con la vista fija en el banco; el policía sigue imperturbable en la misma posición, rígido, autómata, a la espera.
Yo miro por la ventana mientras el subte se aleja: está solo en el andén, sobre la línea amarilla, moviendo los brazos hacia las salidas.

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jueves, 13 de mayo de 2010

Oniria.

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Me subo a un barco viejo, descascarado, con manchas de moho en las paredes, los vidrios rotos. Hace mucho calor. Camino por los pasillos esperando encontrar alguien conocido; sé que hay gente que yo conozco, pero no sé quiénes todavía. Entro y salgo por compuertas rotosas, como si fuera un túnel del que de repente salgo para ver el paisaje por el que atravesamos. Y el paisaje es selvático, puedo ver la espesura verde a los costados, el agua amarronada; un conjunto que me suena amenazante. La gente va y viene enfundada en toallas, y aprovecha las duchas de la cubierta que cuelgan como ramilletes oxidados y chorrean agua constantemente. Me siento dentro de una película norteamericana, under, de los años setenta, recorriendo el Missisipi, bajo una amenaza latente, inidentificable todavía. Hay silencio, no escucho nada en casi todo el sueño.Todo está ralentado: el trayecto lento del barco y la espesura que apenas se mueve; la gente que camina; la gente que se ducha con movimientos mínimos; mi andar por los pasillos interminables. Al pasar una de las compuertas encuentro gente sentada en pequeños bancos de madera, envueltos en toallas, y la luz entra sucia por los ventanales, por los vidrios amarronados de mugre. Me siento con ellos hasta que tres chicas exigen al grupo volver a cubierta para bañarse en el río. Vamos todos y yo quedo segundo en la fila; adelante mío la chica se saca la toalla y queda en bikini, dispuesta al chapuzón en esas aguas que ahora veo demasiado marrones, como de pantano. Seguimos camino por unos pasillos estrechos, como si fueran puentes colgantes, que terminan lamidos por el río, como si desaparecieran. Ella pisa una de las primeras maderas de ese puente y el puente se hunde un tanto, haciendo brotar el agua marrón por debajo, entre las hendijas de las maderas. Como un bote que se hunde el puente va cayendo lento. Yo estoy segundo y ella va desapareciendo tragada por el río. Alguien grita. Y entonces veo cómo un cocodrilo muerde con su mandíbula a la chica que se está hundiendo. Me meto al agua e intento agarrarla, la tomo de un brazo, y tiro, pero la presión del otro lado es demasiado fuerte. Giro la cabeza y veo justo a mi lado el ojo de otro cocodrilo. Muy lento me muerde el otro brazo. Yo pienso que no puedo morirme, menos comido por un cocodrilo, que seguramente voy a salvarme. Sería demasiado ridículo, eso pienso. Suelto a la mujer e intento zafarme, pero veo varios cocodrilos que se acercan lentos hacia mí. Ahora me muero, pienso. Me van a comer. Y de repente me tiran para abajo. Y todo sigue siendo lento, sin miedos, inevitable.

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lunes, 3 de mayo de 2010

La Checha dice:

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Checha dice:
CEMENTERIO DE ANIMALES
cuando uno vuelve con los ex es asi...posta...parece tu novio, se ve igual..pero es malo y quiere comerte el cerebro

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sábado, 1 de mayo de 2010

Celular de Celeste.

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SMS
"Qué rica es la cerveza negra, me recuerda a la malta que tomaba cuando las amamantaba... Por eso salieron tan lindas, tan inteligentes y con tan buena dentadura!! Bye!"

De: mamá
Fecha: 30/04/10
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domingo, 25 de abril de 2010

Escena.

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La escena, de tan trivial, desaparece en el mismo instante en que la veo. Tardo un tiempo en recuperarla, mientras subo al tren: desde abajo del andén, cerca del puesto de hamburguesas, el Polaco, el loquito de la estación que putea y grita agitando brazos y piernas, se detiene un momento, paralizando su euforia, para devolverle la mirada a la nena que, asustada, lo observa desde arriba. El la mira fijo, a la nena, quieto, muy quieto, mientras saca una moneda de su vaso de plástico y se la ofrece, estirándole la mano, sin sacarle nunca la vista de los ojos. La nena se asusta y llora, corre a meterse entre las tetas de la madre, que no entiende nada, y el Polaco, mientras vuelve a poner la moneda en el vaso, se vuelve a la boletería, gritando y golpeando los pies contra el suelo.

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martes, 13 de abril de 2010

Ultima entrada a Reta


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Alquilo una bicicleta y me voy para el sur. Una California Beach Commander violeta, livianísima. Lo tengo planeado desde el principio, desde que del micro pude ver esos campos de girasoles y esas arboledas tan desordenadas. En realidad lo tengo planeado desde mucho antes, ese perderme solo, por el campo. Una tarde, hace muchos años, en Buenos Aires, un amigo me mostró fotos de sus vacaciones y de una caminata acalorada por la llanura, y lo envidié. “Un calvario”, recuerdo que me dijo. Entonces llegué acá con esa idea fija: calor, transpiración y pasto. Lo único que tuvieron que decirme para que me convenciera de venir a Reta fue eso: “playa, y del otro lado, todo campo”. Ahora lo compruebo y noto que el paisaje pareciera que fue cortado a cuchillo: hacia un lado se extienden los médanos y el mar verde; hacia el otro un campo extenso y mudo. Enfilo entonces hacia allá con mi Beach Commander, camino a Copetones.
Me gustaría saber el nombre de los árboles, pero sólo reconozco a los álamos y eucaliptos. Voy por caminos de tierra hasta la salida de Reta, pero a partir de ahí el camino de ripio es imposible, un serrucho interminable me bate los sesos. Tomo entonces un camino que sale en diagonal a la ruta, cruzando campos bajos, sin sombras. Sigo derecho hacia no sé dónde, pero hacia el sur, estoy seguro. Después de un tiempo ya no veo nada en el horizonte: ya llegué, pienso.
Sigo pedaleando muchos, pero muchísimos minutos más y me detengo: ¿Sigo?
Sí, claro que sigo, por lo menos hasta que ese verde, silencio y tranquera me inmoviliza. Y me inmovilizo porque comienzo a sentir cierta intensidad, casi como si el camino fuera un nervio expuesto que en cualquier momento puede cortarse como un resorte. Tal vez hace mucho calor, y tanto silencio me perturba, porque me doy de cuenta que no se escucha nada, ni agitación de los pastos ni pájaros, lo más extraño. Me siento unos minutos en el camino, extrañado ante tanta estabilidad. Estoy dentro de una fotografía, pienso. No hay viento, carajo, y alguna que otra ave corta el cielo, muda. Decido seguir un poco más, así que me vuelvo a calzar la mochila y sigo pedaleando, sin rumbo. Sigo sin ver nada ni lejos ni cerca.
Giro entonces en un camino que se abre, minúsculo, bordeado de tranquera vieja. Pedaleo con fuerza entre pastos amarillos y me detengo nuevamente. A mi costado cuatro lechuzas, cada una parada en un palo de tranquera diferente comienzan a gritarme. Con sus cabezas vueltas hacia mí no cejan en el grito y aumentan a cada segundo el volumen. Veo que se acercan teros, corriendo desde no sé dónde y se unen a la gritería de las lechuzas.
No entiendo nada. De un minuto a otro todo vive -como un engranaje que recomienza su movimiento- y siento como si hubiera cruzado un espacio vedado, y me lo tuvieran que hacer ver. Entonces llega la amonestación del viento, que comienza a sonar violento junto a un cielo que se tapa de nubes. Huyo, para apartar el sortilegio. Pedaleo fuerte contra el viento, intentando reestablecer el equilibrio. Me persiguen los gritos ya débiles de los teros y las lechuzas, casi como si fuera una puteada que te rajan a lo lejos. Después de uno minutos, mientras la tranquera va desapareciendo de mi vista, el viento se calma, como si ya hubiera cumplido con su deber.
Comienzo a modelar pensamientos grandilocuentes: mierda, pienso, llegué, si no al corazón, al costillar de la naturaleza, a ese lugar que se esconde entre los repliegues del paisaje para pasar inadvertido, y para que nadie se detenga a indagar.
De vuelta a Reta evito los caminos que se abren de mi senda, dudosos. Al llegar al pueblo la gente me saluda, y todavía me pregunto con quién me confunden. Paso la gruta de los ahogados, el hotel viejo y la plaza tapada de hojas secas hasta llegar, por fin, al camping que cercan los médanos naranjas de esta hora de la tarde. Las chicas duermen siesta y me pongo a quemar unas ramitas para el agua del mate.

“Pasaste cerca de un nido”, me dice Rosaura, horas más tarde, lapidaria.

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sábado, 20 de marzo de 2010

SMS

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Qué mal canta Madonna! Qué injusto es el mundo!
De: Cele
Recibido: Jue 04/03/10

En un banco del andén dice: Patineta o muerte!!!
De: Cele
Recibido: Sab 27/02/10

Bienvenido a la tierra de Macri!
De: Alex
Recibido: Lun 08/02/10

En navidad todas las treintañeras con rulos se los embadurnan con crema de enjuague y entran sosteniendo una fuente con ensalada rusa
De: Mariano
Recibido: Vie 25/12/09

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viernes, 12 de febrero de 2010

1992, Puerto Piramide.


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Con la mudanza aparecen cosas inexplicables. Entre ellas una libretita ACME, de 40 hojas. Después de varias hojas escritas por mi prima, leo:

“Hoy es 13/11/92 y acabo de pasar la semana más feliz de mi vida.
La semana pasada fui con mis compañeros de colegio a Península Valdéz, Chubut, y desde el vamos estuvo perfecto.
El viaje de ida fue buenísimo, nos divertimos como nunca, Gonzalo llevó su guitarra y nos la pasamos cantando. Después nos pasaron una película “FX 2”, pero casi en el final me fui atrás con los chicos, porque estaba con María Noel y Mariela adelante, y Melgarejo estuvo payando.
Paramos en un restaurante casi a la 1 de la tarde y comimos, yo me quedé con Eduardo. Después a la noche volvimos a parar y María Noel me pagó un café, el restaurante se llamaba “El Cholo” y tenía una pantalla gigante donde pasaban “Grande Pá”. Estuvimos esperando como dos horas porque el micro se había roto. Nos quedamos sentados en el borde de la salida del restaurant, después fuimos a una calle que estaban haciendo.
Mariela me contaba cómo se veía con lentes de contacto.
Habremos dormido unas tres horas y nos despertamos, estuvimos jodiendo, y llegamos a Puerto Pirámide, era un paraíso, bajábamos por la ruta como en un pendiente y había una confusión de sierras y mar, era increíble.
Bajamos, buscamos lugar y ya nos desesperábamos por ir al mar. Habremos llegado a eso de las 11, y el Negro nos dijo que bajáramos y armemos las carpas. Teníamos planeado armar carpa con Cristian Benítez, Pablo Roel, Juan Pablo Moure, Pablo Letiz, Oscar Amoza y yo, pero estaba también Caride y no sabíamos qué hacer, entonces cuando vimos que no entrábamos Pablo, Juan Pablo y Oscar armaron otra carpa cerca nuestro, y nuestra carpa quedó con Pablo Roel, Cristian, Eduardo y yo.
La carpa la armamos boca abajo y todos nos cargaban.
Fue difícil armar la carpa porque estábamos boca abajo en un médano, por lo tanto abundaba arena y no podíamos clavar las estacas.
El lugar fue el más hermoso que conocí en mi vida, había como una bahía, después los médanos, arena y otros médanos.
(Croquis del lugar).
El paisaje era algo increíble.
Mariano nos dijo que había visto como ocho ballenas.
Con el Negro vi las primeras dos ballenas de mi vida.
Con Gonzalo y Marianito fuimos hasta la pirámide.
Me empecé a hacer muy amigo de Pablo, hacíamos todo juntos.
En la primera noche nos encontramos con la primera anécdota. Habíamos salido con los chicos a recorrer el lugar, éramos un montón. Habíamos llegado casi a los baños, pasamos por el restaurant y llegamos a prefectura; allí había un hombre y nosotros lo enfocamos con las linternas, entonces vino corriendo y nos hizo parar a todos y nos dijo:
- ¿Qué hacen a esta hora iluminando a la gente?
Nosotros no le contestamos y nos dijo:
- Acá la gente viene a descansar, y ustedes están molestándolos.
Y así siguió, entonces saltó Carolina Torrilla y le dijo:
- Escúcheme, Señor, nosotros no hicimos nada, sólo queríamos saber quién era.
- Bueno, pero es una falta de respeto.
Y Caro le dijo:
- No señor, no hicimos nada.
Entonces el tipo le dijo:
- ¿Me está enfrentando?
Y ella le dijo que no, entonces el tipo le pidió los documentos y ella le dijo que los tenía en el campamento, entonces el tipo le dijo:
- Queda detenida, y prosigo a leerle los derechos.
Entonces le sacó la linterna a Juampi y empezó a leer.
- Averiguación de antecedentes, derecho a quedar callada.
La alumbró y le dijo:
- ¿Sigo, sigo?
Y ella le contesto:
- Sí, por mí, siga.
Entonces Pablo saltó y lo convenció. Todos medio que nos asustamos: ¡menos ella!”

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El Juego.


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Jueves 21/01

Unos chicos juegan cerca, en el médano. Los tres más grandes trazan una línea en la arena y hacen formar a los más chicos en fila detrás de la valla. Suena atronadora la voz de la rubiecita más grande: "¡Los que están del otro lado no pueden entrar al boliche!" Los más chiquitos intentan convencer, argumentan que alguien los invitó, alguien que se esconde detrás de los médanos. Ella manda a uno a averiguar -no vaya a ser cosa que la engañen- y le pide a otro que la ayude con la seguridad, no vaya a ser que se le amotinen. Después de un rato los cuatro grandes desaparecen, y los tres chiquitos quedan solos sentados detrás de la línea. "Miren por dónde entran" dice uno rubiecito de no más de cuatro años. La nena se aburrió, y ahora juega a taparse las piernas con arena.
Salen los grandes de detrás del tamarisco, se abrazan en línea horizontal, como frente a un público. A la cuenta de tres se agachan y aplauden. Los chiquitos los miran sin reacción.

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sábado, 6 de febrero de 2010

La Noche.




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Martes 19.01

Me asombra que Reta me recuerde a las postales mentales que me traje el año pasado de Santa Teresa, Uruguay: el camino angosto y blanco hasta la playa, la arboleda que lo sigue, los médanos desparramándose a los costados. Antes de venir desarchivé aquellas postales, como para ponerme un límite: imposible que cualquier otra playa se le pareciera. Casi como recordar un primer enamoramiento, para imponerlo sobre la cara de los otros. Acá me encuentro, entonces, sobreimprimiendo imágenes, hasta que posiblemente las confunda, en el futuro. Nada es sagrado, y el aura de los paisajes nunca termina de completarse, son abertura y continuidad, por más que intentemos remarcarlas con los lápices que diseñan los recuerdos.
Ahora estoy ansioso por recorrer este camino hacia la playa por la noche. Sólo faltaría la luna llena (estamos en cuarto menguante, imposible) para que la imagen definitiva de Santa Teresa termine de fundirse. Bueno sería quebrar esos límites, como para no quedarse vagando por una sola playa.


Miércoles 20.01

Como calmó el viento nos quedamos hasta el anochecer en la playa. Ya esperaba ansioso porque comience a irse la última luz. Las estrellas comenzaron a puntuarlo todo, hasta parecer derretirse en un blanco continuo. Bailamos solos, los tres, hasta que los contornos se nos fundieron de repente, apagándonos. Volvimos por el camino blanco (pasan unos chicos que me invitan a un fogón, ahora, pero me niego). Volvimos por el camino blanco, entonces, y lo que esperaba ver me desilusiona. Porque lo blanco sólo puedo intuirlo: la luna no brilla, apenas es reborde fijo, débil; la arena tapa parte del camino. El resto parece como una remake deslavada, mucho más económica.
Sin embargo, las estrellas. Desacralizar por diferencia, no por superposición o semejanza. Siempre hay un elemento que con su diferencia modifica la valoración de otro, subiendo o bajándolo de nivel, hasta hacerlo parte del continuo de esos recuerdos-signo que nos escalonan –o jerarquizan- la experiencia.
Las estrellas y la risa, también, al ver a las chicas bailar como Michael Jackson, imitándole la caminata lunar en los médanos.
Valor actual: la letra de una canción de Luis Miguel, cantada por Rosaura, llega a fascinarme: me conmueve que no sea retorcida; habla. Luis Miguel cantado a la Rosaura puede sonar como un cover de los peores –mh, no sé- pero sin embargo es en esa diferencia en la que por primera vez escucho.

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miércoles, 27 de enero de 2010

Las Vacaciones.



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Todo puede comenzar cuando, tirados sobre el pasto y mirando la copa de los árboles, imaginamos la cara abigotada de algún personaje del pueblo. A partir de ese momento comienza una lógica, propia, de acontecimientos que nos vertebran los días. Sin tiempo, pero con todos los minutos de nuestro lado, la realidad se expande; todo, entonces, en el pueblo, se transforma en un complejo dispositivo de control: desde los bigotes volantes hasta el perro Charlie 4, que podría comerse un sumario por acompañarnos por las calles que no alcanzan los radares. Vigilancia a los treintañeros, decimos, que parecieron desaparecer, dejándonos entre el griterío adolescente y los berridos de bebé. Porque algo pasa en el pueblo de Reta, que los setenta y ochenta y picos se le niegan. Intentamos imaginar ese trasfondo, que nos lleva a los sótanos de esa casa enterrada entre los médanos (ver foto allá al costado), en la que los principales del pueblo cocinan la Metanfetarretina, que anula la percepción del otro-igual.
Así convertimos la estadía en una ficción especulativa, torciendo los sucesos, encontrando señas, códigos comunes. Podría decirse que cada viaje está atravesado por una sola historia que nos ayuda a contenerlo, para transformarlo en aventura. (Ahora se me vienen a la cabeza otros viajes e historias: el Jason Apoltronado en las Rutas de Sur; El Borracho que Da la Hora; Los Monstruos Bebé de Yavi.)
Y de repente, una noche, llega un citroen blanco destartalado, del que sale un circo ambulante: Los Parcas, dice el folleto que nos entregan. Una falla en el sistema de vigilancia, pensamos, y miramos el espectáculo más como un acto de resistencia que por diversión.
Ahora somos cuatro (Celeste, Nicolás, Joaquín, Hernán) mas el perro Charlie 4 al que le pesa la expulsión de la comunidad por haber seguido a quienes le regalaron un chorizo.
Somos cuatro y la estructura de nuestra historia crece exponencialmente; ya es casi como un Código Da Vinci retense: ni siquiera la ondulación de los médanos es azarosa, todo pasa a contenerse en nuestro esquema.
De repente, la seña esperada: entramos en un almacén cerca de la una de la madrugada, y un pibe de nuestra edad (¡Oh, sí!) nos invita, casi en un susurro, como con miedo a pifiarla, a un recital. Aceptamos, qué duda cabe, aunque con ciertas reticencias por la cara de nabo del almacenero.
Hacia allá vamos, cual legión extranjera atravesando territorio hostil, carcajeándole a la paranoia de mentiritas. Y ahí están, nuestros otros-iguales, en un reducto ruidoso y sofocante, como siempre. Parecería que respiramos aire fresco.
Algunas personas me saludan, me preguntan cómo estoy tanto tiempo, y yo me pregunto quién seré acá. Durante un ratito nomás, después bailo.
Nuestra ficción, ahora, es una épica silenciosa, que necesita memoria. Por eso legamos la cola de zorra -insignia- y nuestra historia.
Pueden pensar que somos cuatro pelotudos, pero eso qué nos importa.
Con Celeste nos despedimos del pueblo mientras cae granizo sobre los médanos -esto fue posta, eh- mientras el sol se queda bien pegadito allá arriba. Nos subimos al micro, y como en una platea preferencial, vemos el caos de la tormenta: rayos que se funden detrás de los caballos, vientos que agitan los girasoles hasta quebrarlos, el vapor exhalado por el camino.
Tenemos, de repente, la última imágen de nuestra historia: el pueblo, mientras nos alejamos , junto a nuestra historia, desaparece, bien a lo Macondo.
Nos dormimos.

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