lunes, 6 de diciembre de 2010

El agua.

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Andando en bicicleta por Haedo me viene a la memoria una imagen desterrada hace años. 23, para ser más preciso.
Es la primera vez que viajo sin mis viejos, me voy con una cantidad inmensa de pibes que no conozco a Córdoba, de paseo. Lo recuerdo bien ese viaje: las habitaciones inmensas repletas de catres, la música atronadora que nos despertaba por la mañana (villancicos españoles), el lavado de dientes en el agua fría del río que pasaba por detrás del complejo, cuando nos perdimos yendo a una caída, extrañar demasiado a mis viejos, el paseo por Villa Carlos Paz, el chico que fue agujereado por un enjambre de avispas, las competencias tirando piedras, un murciélago muerto, la fiebre y el dolor de panza que me hizo dietar con membrillo durante días.
Lo que recordé andando en bicicleta volvió de a poco, como si hubiera comenzado espiando por el pliegue de un cortinado que fuera corriéndose poco a poco: hay una pared de concreto con manchas de verdín; adelante, un riacho en el que juegan varios nenes; en la orilla, enfrentando la pared y el río, yo estoy sentado, sucio y con calor, contra un árbol. No sé qué me habrá decidido a tirarme al agua. No el calor, seguramente, sino intentar imitar la alegría que veo en los chicos que nadan. Creo que antes de tirarme escucho alguna advertencia. Una vez dentro me doy cuenta de que no hago pie, ni creo que lo vaya a hacer hasta varios metros más abajo. Entonces me sumerjo y conquisto la imagen: al abrir los ojos debajo veo, por primera vez en la vida, el agua verde. Estoy, de repente, atravesando lo verde y mis ojos se asombran, como si estuviera dentro de una gelatina de manzana. El verde es brillante, por la luminosidad del día que se cuela a través del agua. Habré sentido lo que después uno puede pensar como el impacto de la belleza, pero sin pensarlo, sin ninguna predisposición ni ánimo enciclopedista, ni siquiera intentando recordarlo como foto de viaje. Era ese agua verde, por primera vez, la única realidad en la realidad pero fuera de ella. Las imágenes descubiertas a esa edad se asimilan tan rápido como dura el impacto; las ansias de conocer superponen y esconden, transforman y desdibujan. Tal vez por eso el recuerdo del agua verde se haya disimulado tan rápidamente. La única pregunta que me hago es: ¿por qué andando en bicicleta por Haedo, cerca de las vías del tren, atravesando una calle de tierra llena de chicos jugando, con Román guiándome, después de 23 años, esa imagen me sorprende, me trastorna el ánimo, me hace sentir un pibito de 9 años, medio solitario y sucio, de nuevo?

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