martes, 14 de diciembre de 2010

La buena comunicación.

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Hoy estuve solo todo el día. De hecho, ni siquiera hablé con nadie.
Me fui a la plaza a leer un rato, sentado en uno de los banquitos verdes de plaza congreso, frente a la fuente. Cerré el libro cuando un nene de dos años se me acercó por detrás, intentando cruzar la reja que separa el parque de los caminos de piedritas naranjas. Se ubicó debajo de mi banco y fue armando puchitos de piedras, que dejaba sobre el banco, metiendo la mano entre las maderas verdes. De abajo me miraba, sonriéndose, en cuero y con las patas sucias, la cara llena de mocos. Cuando terminó de armar los piloncitos de piedras se subió al banco y comenzó a tirarlas, creo yo que a las palomas, que, mucho más rápidas que sus movimientos, volaban furiosas apenas el nene levantaba el brazo. De a poco fui agarrando piedritas y tirando con él, que me señalaba la dirección a la que tirar. Hablaba en su propio idioma mientras señalaba todo lo que lo rodeaba, como si me lo estuviera presentando, como si yo fuera el invitado que no conoce el mundo, al que hay que explicarle que existen las palomas y las piedras, y que son indisociables. Después bajó y dijo, sorprendido, las primeras palabras de mi día: “Miá to”, y me estiró la mano abierto que tenía un botoncito rojo. Estaba más que feliz con el descubrimiento, pero le duró sólo unos segundos. Al rato yo le dije: “mirá”, y le mostré una bandada de palomas que se nos acercaba a vuelo rasante y que casi nos despeinan. El estiró las manos como para tocarlas y yo pensé en lo divertido que es ver el cielo en movimiento, ya sea con las palomas, los aviones, las nubes, o los fuegos artificiales. Celeste, mi amiga, cuando era chica, estaba convencida de que había un día al año en que el cielo se llenaba de cosas: globos aerostáticos, suelta de palomas, helicópteros, zeppelines, barriletes, y que era como una fiesta nacional. Estuvo convencida de eso hasta mediando la adolescencia, y se preguntaba por qué nunca había podido verlo. Estaba segura de que iba a llegar un día en el que saliera al balcón y viera todo cielo manchado de colores y movimiento.
En el parque jugaba una señora con su pastor alemán, que tanta cara de buenos tienen, y el nene, siempre medido en sus emociones, se puso a observar la ida y vuelta del perro con el palo. Mis movimientos dejaron de atraerle, superados por la agilidad del perro, que después de mirar fijo a su dueña exigiéndole seguir con el juego, disparaba hacia donde ella arrojaba el palito. El perro saltó la reja y el nene alucinó con ese salto, abriendo la boca de sorpresa. Sé que quiso imitarlo y, muy trabajosamente, con los movimientos calculadísimos, con su cuerpito minúsculo, cruzó la reja nuevamente, entrando al parque, mojándose las patas sucias, y me dejó sentado en el banco verde, frente a la fuente, volviendo a retomar la lectura.


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