viernes, 17 de julio de 2009

10 de Julio.

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El perro se quiere subir a la cama. Hinchapelotamente me lenguetea estirando el cogote hasta mi cara; intento echarlo, pero insiste. Se sube a dormir conmigo y ya somos 4: él, yo, y sus dos cachorros. El viento mueve la persiana que no pude abrir y que me dejó a oscuras, lo demás, todo, en silencio. Estar en un lugar desconocido y lejos, solo, me abisma: apenas cierro los ojos -el cuerpo todavía despierto- me veo repetido en geografías cotidianas. Yo soy el que está allá, pienso, yo pertenezco a esos lugares. La imagen se extiende y se demora en detalles: me pongo un guante sobre Díaz Vélez; camino por Acevedo esquivando el tacho con fuego del que cuida los autos; miro una remera a rayas en una vidriera iluminada sobre Chacabuco. Estoy en esos otros espacios pero sin cuerpo, anulando la ilusión de multiplicidad. Abro los ojos y siento a los perros que se pelean por el lugar, yo corro las piernas hacia un costado para que entren todos. Estoy acá, afirmo.
Juana lloriquea en la pieza de al lado. Hace unas horas Claudio, el padre, me dijo que ella ya comenzaba a reconocerme. A ella el espacio todavía no le significa nada, bien podría estar en Neuquén o Singapur; pero me reconoce. Entonces estoy acá, afirmo.

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