viernes, 10 de julio de 2009

Obstinados.


Por la noche, llegando a Bahía Blanca, veo la silueta de un perro corriendo desesperado al micro. En la oscuridad, al costado de la ruta, un perro sigue un impulso a ciegas. Me acuerdo de los cuatro perros de la estación de Lomas, que desde hace años no se cansan de ladrarle al mismo tren. Pasan algunos minutos y vuelvo la vista hacia el mismo lugar: el perro sigue corriendo. Me sobresalto. Es imposible, me digo, y por un segundo siento terror. Pero no el terror de creerlo una aparición legendaria, de esas que saludan a los viajeros, sino terror al pensar en esa obstinación, tan fuera de todo límite. Qué habrá en este carro de luces que lo seduce y enoja hasta agotarse, qué promesa, qué amenaza. A qué quiere llegar, y hasta dónde es capaz de ir para tenerlo. Y ese correr indefinido, aparentemente inmotivado, me asusta en ese segundo. Corre por algo que no sabe lo que es, en una pura atracción del instinto.

Miro mejor: el perro es la forma que le dió mi mano al vapor pegado a la ventanilla. La noche era demasiado clara y fría y quise abrirme paso para mirar las formas oscuras de las sombras de los árboles, en un intento por aplacar mi propia carrera, repleta de promesas, de amenazas, dentro del carro con luces.

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