miércoles, 27 de agosto de 2008

Por la calle Colón.




Sentí el respiro de los árboles, las partículas deshechas de las semillas de paraíso navegando el aire, en exhalación. Caminaba por la calle Colón, preguntándome por qué no quería volver a casa. Era ese pulmón entramado en todas las cosas el que me sujetaba a la misma calle, como obligándome a que respire con él. Golpeé tu puerta, y te fui a esperar sentado en la parecita de adelante, por la que se colaba la enredadera que tu mamá insistía en estrangular. Miré el jacarandá de enfrente y me dio pena; pensé en una muerte. Yo tenía puesto un pantalón de vestir de invierno, y el calorcito del viento me incomodó, pinchándome las piernas. Y vos tardabas en salir, te estarás secando el pelo, pensé, un tanto fastidiado. Entorné los ojos –apagando el violeta del jacarandá- y el zumbido de un colibrí me arrastró a la rosa china, orgullo de la casa, blasón natural de la familia Fuentes. Pensé en el colibrí como escupitajo violento disparado de este gran pulmón congestionado. Otra exhalación, me dije, que no se sabe de dónde viene o hacia dónde va. Y la rosa china quedaba quieta, con un dolor rojo menos terrible que el del jacarandá, un dolor petiso, casi sonriente.
Abriste la puerta, trayéndome un poco de ese olor a cera vieja y fritura que alentaba cada rincón de tu casa. Me sonreíste y me dijiste que perdón, que te estabas secando el pelo. Yo guardé mis manos en los bolsillos, estirándome entero, diciendo no importa, un colibrí me saludó. Entonces fuimos a la heladería, y en el camino me contaste que tenías planeado un viaje a San Bernardo, apenas comience el calorcito, y que tu papá no quería más al perro en la casa, que le meaba el portafolio.

(Mientras te escuchaba imaginé al jacarandá enraizado en la arena de una playa rodeada de tamariscos, imaginé las flores arrumbándose junto a la espuma de la costa, con el mar fiero).

Te dije que el jacarandá me daba lástima, que tenía ganas de llorar. Pero ya llegábamos a la heladería y pedí chocolate amargo y frutilla al agua; lo tuyo no me acuerdo. “Cómo es lo del jacarandá” me preguntaste mientras emprolijabas el helado con la lengua, y yo te dije no sé, que era como que taponaba las arterias del día, y que no lo dejaba respirar; ¿no te diste cuenta que en la calle Colón se siente un respiro, y que justo en la puerta de tu casa se asfixia?, te pregunté. Nunca me había percatado, me respondiste, será que no te gusta esperarme.

Terminamos el helado en silencio, y todavía no quería volver a casa. Caminamos algunas cuadras más bajo los paraísos que entrelazaban sus ramas abovedando el asfalto. Agarré una ramita seca y mientras caminaba la hacía vibrar contra las rejas de las casas. Nos reímos y te saludé en la puerta de tu casa, dándole la espalda al jacarandá.


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1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Jajaja! ¡Qué genial Peter! Impecable.