martes, 19 de agosto de 2008

Culpables


La fina espuela metálica aguijó el costillar de la yegua, lanzándola hacia el bosque de abedules. El jinete cargaba el apuro de una última confesión, dirigida al ministro de dios anclado al otro extremo del bosque. En la carrera la yegua destrozó la cabeza de una serpiente sorprendida, y terminó de enterrar el cuello de un tero moribundo que no encontró razón para moverse. Un pichón caído del nido, imantado por el redoble constante del trote, desapareció bajo la vieja herradura. Entonces el jinete levantó los ojos al cielo, diciendo: “Perdónala, ella no sabe lo que hace”, sin detenerse a pensar quién era el verdadero culpable. Desde su fosa subterránea el diablo emitió un soplido –un soplido que, al atravesar la tierra desde el fondo, se transformó en palabra sonante-, y la palabra fue: “Detente”. La yegua clavó sus patas en el colchón de hojas rojizas, expulsando a esa espuela fuera de su lomo. Y la cabeza del jinete se partió al chocar contra la roca gris. Ella, por supuesto, tampoco se detuvo a pensar quién era el verdadero culpable.
La confesión llego tarde a manos del ministro, y como castigo quemaron al mensajero entre las hojas caídas de los abedules.

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