domingo, 3 de febrero de 2008

La excavación.


Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.
Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.
Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.



Augusto Roa Bastos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si! si! si! si!, Roíta. El mejor de todos. ¿Quién más trama esas situaciones shockeantes? Esos párrafos que te sacuden como un escalofrío. ¡Un soldado teniendo una pesadilla a punto de ser ametrallado! Así nomás, ¿en cuántas líneas? En un pedo. Un genio. En eso está cabeza a cabeza con Faulkner, no?
Creo que una de las más importantes reflexiones de Roíta es que se puede nacer cagado, vivir cagado creyendo que se está saliendo de la mierda, y morir cagado, y encima nadie se entera porque de un don nadie no se acuerda ni la madre. Un pobre soldado que ya por ser Latino es un pobre soldado, muriendo en su pesadilla, como una metamuerte. También el protagonista de El Fiscal termina así, como la mayoría de las vidas.