martes, 25 de marzo de 2008

Alameda.

Sentí primero como un estremecimiento natural, soy igual a la hoja, pensé. La hoja que no se desprende. Me detuve entonces a absorber cierta poesía del movimiento. Con los brazos bajos, todavía molestos por el cosquilleo y una punzada de dolor. Hinchar el tórax, inflando esos globos internos que separan las costillas de plastilina. Hinchar de poesía el movimiento. El movimiento que vuelve ahora, a no desesperar, todo es breve, hasta la hoja que no se desprende. El hormigueo se extendió hasta los pies. Corté la absorción con la necesidad, y me agaché a mojar los pies con el agua del río que corría rápida, como ese cosquilleo. Soy igual al agua, me corregí. Pero todavía no sabía del dolor de sentirse agua, de las cosquillas infernales de las algas o la cuchillada de los peces adentro del vientre, bailoteando. Inflé nuevamente los globos, con precarios resoplidos, intentando serenar ese entramado invisible de adentro. Calma, murmuré, pensá en la poesía que no viene a salvarte, así viene.
Entonces él llegó y me preguntó si estaba bien. Salí del sopor, agitando un poco los párpados. Nada grave, le contesté, un mareo. Me contó que se había jugado la vida en la escarpadura de una roca, Allá detrás de los álamos, me dijo. Todavía me tiemblan las gambas, desde allá, desde detrás de los álamos, y me lo indicó con la mano. Quise incorporarme, y el armazón interno se atenazó a la carne. Me caí y él me ofreció entonces la mano que todavía señalaba los álamos. Agarráte de mí, ordenó, que yo te sostengo.
Las órdenes las da el poeta, él decide dónde están los álamos, dónde el corazón de roca, dónde el hombre enfermizo. Pero hice caso y me sostuve con sus hombros. Virgilio nos debe estar mirando con ganas, le dije, pero sólo recibí un farfullo de respuesta, como si no me hubiera entendido, o como si el comentario fuera demasiado estúpido como para necesitar respuesta. Me arrastró varios pasos y en las tripas una tolvanera de palabras me dejaba sin respiración; eso y el dolor que insistía con su picor acerado.
Me senté en una piedra verde y lo miré mientras abría una tranquera ruinosa, con alambres disparados hacia todos los puntos cardinales, preparándose para lanzar sangre. Todavía no hablé del olor, del moho transparente que él había recolectado camino a los álamos, de la dulce pestilencia del cuerpo gastado. Agarrado a sus hombros trajiné en mi cuerpo su aventura, lo llevé como una valija vieja que ya no pesa, como un invierno que tarda en irse. Me contó entonces que detrás de los álamos corre un arroyo, y que en su litoral crece un yuyo bueno para las heridas. Por querer curarme una herida casi se me mata el cuerpo, reflexionó. El exterminio del cuerpo por la roca, murmuré mientras me hidrataba con su olor, eso sí que es poesía.
Se alejó por el sendero de eucaliptos que seguía a la tranquera; y volvió unos minutos más tarde, acompañado de una nena de vestido violeta, estaban tomados de la mano. Me llevaron a cuestas, él por el hombro y ella sosteniéndome la cintura, atravesando juntos las sombras oblicuas de los árboles. Vi un caballo flaco arrancándole melodías a unos pastos mudos; a las ponedoras no fue necesario verlas, las escuché desde lejos. Y entonces el sincretismo se produjo, mi centauro y su caballo; mi cisne y sus gallinas. Algo él pareció intuir porque me habló de su tío Pichín, el capeador de gatos; Ahora lo va a ver en plena faena, me dijo, hay un gato colorado que no le deja dormir, lo tiene en la bolsa desde esta mañana. La imagen de Pichín el capeador me sustrajo de la poesía equina y empantanó mis nacientes versos, ¿Dónde está Pichín?, le pregunté, un tanto desesperado. Allá nomás, escuche el maullido bajo, el bicho ya debe estar cansado de pelearle a la arpillera, me respondió. Y entonces Pichín apareció como el rayo repentino del sol entre las nubes, colgando al gato de una rama, con una gillette en las manos. Oiga Pichín, le grité, ¿es necesario tanta crueldad para con el pobre animal?; Crueldad sería quemarlo o ahogarlo en un tacho, señor -me respondió- además Pichín sabe lo que hace, yo capaba ganado con los dientes, allá en el sur. Hubo incisión, acto seguido, y eran ahora mis piernas las que temblaban, sin cosquilleos brutales, sin álamos, sin enfermedad, sólo con dolor de bicho ajeno.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El toga colorado y su lucha contra la arpillera... la imagen más lúcida que leí desde hace ufffff... buen ejemplo de que hasta se puede hacer poesía capando un bicho con una gillete...

Salud, primo!

Anónimo dijo...

que texto este eh
igual me quedo con uno de los que lei primero
abrazo her