domingo, 2 de marzo de 2008

Hambre?


Y lo que leí ¿qué? Lo que leí quedo arrastrándose, formando algunas ideas un tanto pretenciosas, que nunca concretaron nada.
La biblioteca era marrón - era más un depósito de revistas y souvenires, que biblioteca- y bien al fondo, como queriendo esconderse, habitaban tres libros que dormían el largo letargo de los desconocidos. Había terminado la secundaria, no sabía qué hacer con la vida, y las noches pasaban largas y silenciosas. A veces me quedaba sentado en el sillón grande del comedor, a oscuras, un poco feliz, creo. Y no sabía qué hacer, cómo devorar el tiempo y las ganas – esas ganas del estómago que después se transformaría en cierta ansiedad dañina. Hay una convención entre lectores adiestrados, y es la de decir que algunos clásicos deben ser inevitables, que los clásicos abren puertas, boludeces por el estilo. Yo no sabía qué era un “clásico”, cuanto mucho imaginaba un piano, un hombre con peluca, un abanico, un teatro colmado, ¿la película Amadeus? De chiquilín, a veces miraba esa biblioteca de tres libros, y me llamaba la atención que hubiera alguien que pudiese llamarse Hedor (y lo estoy corrigiendo, porque en aquel tiempo pensé que Fedor era Hedor, o sea, recién había aprendido esa palabra y la confundía). ¿Una persona se llamaba algo como “mal olor”? Y mucho más atrás, recuerdo que pensé que ese libro era un biblia. Lomo marrón, ancho, anchísimo, y hojas finas, de esas que parecen que se van a incinerar solas con sólo pasarle el dedo. Y recuerdo bien, muy bien, que una noche el cuerpo solo se me arrastró hasta ese libro. Nadie lo había leído. Creo, no miento, que en mi vida hasta ese momento había leído unos ocho o nueve libros para grandes, enteros. Los de la secundaria, seguro, El Túnel, algo de Casona, uno de un cura que se quemaba las manos y que nunca recordaré el nombre (mejor olvidar ciertas cosas), y García Márquez. Entonces lo bajé del estante de arriba –estaba tapado por cremas, un alicate, cosas así- y me reí un poco al leer el nombre del autor. Claro, no era mal olor. Y ese nombre no me significaba nada. Nada de nada, sólo ese pensamiento odorífero. Debe ser ruso, pensé
(Cosa curiosa: ahora que escribo recuerdo que ese libro decía Mimí. Y Mimí era una amiga de mi mamá. ¿Se lo habría regalado, o prestado? Mimí se murió. ¿Lo habrá leído?).
Decía que pensé que sería ruso, y no imaginé ningún siglo, ninguna corriente literaria, ninguna Siberia, ningún Karamazov. Y comencé a leerlo. ¿por qué los nombres de la ciudades se indicaban sólo con la primera letra?, sólo Dios lo sabría. Y seguí, durante varias noches, alimentándome el estómago con nombres propios imposibles de recordar. Tuve la sensación de no entender nada. Salvo la Culpa. Y la Fiebre. Y a un caballo muerto a latigazos en una calle empedrada. Me creí atormentado. Y no hay nada más placentero que el tormento de mentiritas, ese que nos hace sentir un poco más trascendentales que el resto que juega a la pelota y sale a cortar el pasto – con el tiempo me daría cuenta también cuánto más trascendental es cortar el pasto por la tarde, y ser golpeado por alguna piedrita que dispara la hélice gastada.
Nunca pude saber de dónde salieron esos libros, una de las hipótesis barajadas en la familia fue que serían de mi abuelo –menos el de Mimí, por supuesto- que era el encargado de la biblioteca de un club de barrio, en Lomas de Zamora. Me acuerdo de ver a mi abuelo en la cama leyendo novelas policiales, la colección que ahora reconozco como “El Séptimo Círculo” y que se ven seguido en los saldos por dos pesos. Al lado de la cama de mi abuelo había un ropero grande, con un espejo frente al que jugaba al entrevistador, imaginando que ese espejo era una cámara de televisión. A veces lo veía abrir el ropero y elegir algún libro de los tantos que tenía desacomodados ahí adentro (como están los míos ahora, dentro de mi ropero). Pero a mi abuelo le gustaban los policiales, y en casa encontré una primera edición de Saer, y ¡oh, destino incomprensible!, un librito muy pequeñito, que casi rogaba no existir, de Macedonio Fernández. La voracidad me llevó a desvirgar esas hojas. Y la razón, a cerrarlas. Saer escribía sin puntuación. Macedonio lo imposible. Y yo quedé en ascuas, con una sed terrible, intentando aplacarla con libros de niñas presas y violadas –novelas muy setentas, llevadas en su mayoría al cine para calmar los apetitos de una sociedad hambrienta de imágenes “reales” de la perdición adolescente en la era post hippie.
A mi abuela la iba a visitar seguido. Caminaba las cinco cuadras desde la estación hasta su casa; y en la segunda cuadra mis ojos se desviaban hacia la vitrina de una librería, muy chiquita (y que sigue, hoy, a punto de sucumbir, frente al Hospital Gandulfo, también a punto de perecer) en la que me intimidaba ese señor de pelo largo, flaquísimo, con un pucho siempre en la boca, que custodiaba la puerta como un Cerbero las puertas del infierno. Siempre seguía de largo, y no me animaba a entrar porque, sencillamente, no sabía qué pedir. Pero un día que el flaquísimo no estaba en la puerta me decidí, junté plata no sé bien de dónde, y entré. Frente a la puerta había una estantería alta, con libros muy pegaditos, de lomo oscuro. Hice tatetí. Este y éste, le dije. Y me encontré en casa, por la noche, leyendo Rayuela y La Peste.
Había vuelto la trascendencia desgajada de aquella biblia marrón, pero redoblada en sonido y furia.
¿La razón de escribir esto? Ninguna, creo. Pero sigo un poco más.
Me enseñaron a contar, de todas las maneras posibles, pero sólo a contar. Las clases de filosofía eran en realidad de autoayuda, y en literatura se hacía lo que se podía. Nunca ni siquiera escuché nombrar a Platón, a Homero, creo que nunca leímos nada de Shakespeare. Recuerdo que mi compañero de banco tenía una obsesión, inentendible para mí, por Nietzsche. Me hablaba de mentiras, ocultamientos, máscaras, profundidades y abismos a los que yo no asomaba ni siquiera una uña. El se enfrentaba al abismo, sé que se enfrentaba al abismo con su espalda un poco encorvada, los hombros retraídos, la voz casi silenciosa de los que todavía no quieren hablar. El quería entender, y le preguntaba a nuestro preceptor estudiante de filosofía sobre el de los bigotes largos. “Ese era un loco” era la única respuesta que recibía. Quería saber algo más que legislación fiscal, pero lo dejaban en esa impotencia adolescente de no pedir más de lo que se puede dar. Tardé años en entenderlo. Como tardé años en entender algunos niveles simbólicos para los que no había sido amaestrado. Enfrentarme a ese infierno metafísico y parisino debajo del puente en Rayuela fue celebrar una victoria, completamente secreta, sobre los números que me mantenían flotando en las nubes de teoremas para mí estériles. Descendí, violento, a un mapa de cuerpos llagados, carcomidos por una peste brutalmente simbólica. Descendí a lo universal de la experiencia cotidiana de un exiliado emocional. Con esos dos libros elegidos al tatetí.
Tiempo después, y como si fuera un perro meando frente al dueño, compré El Aleph. Creo que esa fue la primera vez que compré con expectativa, con esa sensación de antes de despegar en un avión, ganas irreprimibles de que comience YA. Tenía en aquella época una agenda de Much Music, que la estrené copiando frases del cieguito –había visto un documental sobre él en el colegio, pero nunca lo había leído. Transcribí algo sobre la eternidad, por supuesto, sobre el tigre, la tortuga y el pasto que comió la tortuga.

El azar existe. Pero no podría comenzar a desplegar su órbita de cadenas prestadas si no fuera por esa mano que una noche se decide a tomar un vestido viejo, un arma de caza, un trago de más, un libro de Dostoievsky. Me pregunto por proporciones entre el azar y el resto de mí; me pregunto por responsabilidades de una biblioteca semi vacía o de mi hambre. Me pregunto porque quiero preguntarme qué hubiera sido de todo, qué caminos posibles habría habido en esas noches vacías. Surgen variables, por supuesto: mi prima y una noche en la costa bonaerense analizando el programa curricular de una carrera que todavía no termino; mi amiga al teléfono contándome dónde cursar; alguna sesión de terapia, de esas pocas que logran iluminarte. El azar, la cadena, surgió justo después de entender que Fedor no era un mal olor, y decidí leerlo. Todo lo demás ya es irrelevante, porque es camino trazado, lo inevitable de una creciente.
¿Y qué hacer con todo esto?, me había preguntado en un principio. Todos los libros que leí no pesan más que una pluma en mi cabeza. No hay que hacer nada, se sabe decir, por supuesto. No hay forma de comerciar esa gravidez tan llena de humo. Las únicas criaturas que pueden nacer serían los eternos abandonados, esos parias de los que nadie responde. Responsabilidad, tal vez, algún compromiso que surja de las entrañas.

Cuerpo, en definitiva.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sí. La última vez que me desperté en tu habitación, miré el placard, la montaña de libros ahí arriba, más abajo una puerta medio abierta donde debería haber... películas, y otra montaña de libros. Como la cueva de Mac Pato pero con libros, porque es una acumulación, un albergue, un hogar de libros. Un no dejar pasar ni uno de largo. Ahí la biblioteca es como un detalle protocolar.