sábado, 8 de diciembre de 2007

Dos sueños.


I.

Al cambiar los muebles de lugar, quedé atrapado. El empapelado me absorbió y formó en mi cabeza una corona de flores. Todo mi cuerpo tomó el color violáceo del papel y el espejo del aparador se partió. De los bordes colgaban racimos de vidrio, y en una de las pequeñas estalactitas se perdió mi imagen. Durante días los muebles descansaron de la tiranía de mis costumbres y, cuando volvieron a sentirse ellos mismos, intercedieron por mí. Lentamente fui acostado entre las sábanas. Retomé la rutina. Pero la corona de flores persiste en mi frente.


II.

Cansado llegué al final; a un baldío oscuro y barroso, como de tormenta vieja. Sólo una parte del campo estéril estaba iluminado por un reflector gigante, operado por una sombra oscura. La luz giró hacia mí; blanco, desnudo, embarrado. Del centro de la oscuridad escuché los aplausos. En la pantalla gigante que se iluminó de repente, entre la negrura del barrial, se proyectaban imágenes de mi nacimiento; blanco, desnudo, ensangrentado. La multitud sentada en las butacas que se hundían en el barro perdió su interés en ese hombre desnudo plantado a la salida del laberinto de telas. Bajé la cabeza porque la función había comenzado. Esperé a oscuras, detrás de las asientos, durante algunas horas. Mis dientes castañeaban. Atontado y vencido me acerqué a la pantalla y corté las sogas de ese deus ex machina colgante, aparecido de improviso sobre el final de la proyección, que recreaba con sombras chinescas una fábula ajena sobre mi muerte.

Solo y cansado retomé el camino de telas. Tirado en el barrial, tenuemente iluminado, el dios de juguete me miraba. Al pasar por su lado, chapoteando, lo salpiqué. Los ojos se le cerraron.

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